sábado, 18 de mayo de 2019

Un día para olvidar (capítulo 1)

Ramiro volvía para casa contento. La carretera por la que subía estaba desierta, solo los álamos que la bordeaban eran sus compañeros de viaje en aquella oscura tarde. Un gélido viento había empezado a soplar y el frío era más acusado que un rato antes, aunque él nunca parecía sentirlo. Ramiro era un hombre fibroso, caminaba mucho, todo el día lo pasaba de aquí para allá y eso le impedía engordar, aunque no fuese algo que le preocupase demasiado. Mientras sus pies lo llevasen a dónde le apeteciera ir, él seguiría corriendo. Era algo que llevaba haciendo desde que empezó a caminar hacía ya cuarenta y cuatro años.
Estaba oscureciendo y eso no le gustaba demasiado. Apretó el paso. Tenía que llegar a casa cuanto antes, no quería que su madre o su hermana se enfadaran con él, bueno, más su hermana que su madre, pensó. No entendía por qué su madre había dejado de regañarle, aunque siempre lo hacía con cariño, incluso cuando se quitaba la zapatilla. Casi la oía silbar cuando le pasaba por el lado. Su madre nunca tuvo muy buena puntería, o mejor dicho, nunca apuntó a dar. Aunque ahora la que le ponía los puntos sobre las íes era Yolanda, su hermana pequeña. Sonrió al recordarla. Se había vuelto un poco gruñona, como su madre, se dijo, pero era su hermana y por gruñona que fuese no la dejaría de querer. Él quería mucho a su madre y también a su hermana… sí, también a su hermana. Todo esto lo iba pensando porque era nochebuena y vendrían sus otros hermanos a casa a celebrarla. ¡Qué bien! Se frotaba las manos pensando en la cantidad de regalos que le iban a traer. Por otro lado, su equipo de fútbol le había regalado la última gorra de la selección, se la miró disfrutándola, era la gorra del equipo del pueblo, y esta le faltaba. Su equipo era el mejor, y él conocía a todos los jugadores. Estaba tan contento con el regalo que se lo quería enseñar a todo el mundo, pero se hacía de noche y aquel día no pasaba nadie por la carretera que llevaba a su casa. Echó a correr. Quería llegar cuanto antes y enseñarles la gorra a su madre y a su hermana. Ellas también estarían contentas, pensó, era navidad y también habría regalos para ellas. Una enorme sonrisa se instaló en su rostro. Un rostro de cuarenta y cinco años, en una mente de tan solo siete.
Un coche aceleraba tras él en la carretera. Le pareció que corría mucho. Empezó a sentir miedo y se pegó a la pared tal como le habían dicho siempre en casa, “la carretera para los coches, la acera para los peatones”, siempre que notaba peligro repetía esta frase como en una letanía. Desde que era muy pequeño su madre le había inculcado frases así, como si fueran canciones, para que las tarareara y se las repitiera, de este modo le era más fácil recordarlas, ya que tenía la tendencia, como cualquier niño, de andar muy cerca del bordillo o saltando con un pie arriba y otro abajo jugando.
A medida que iba cumpliendo años su madre no lo podía tener todo el día bajo sus faldas, tuvo que darle un poco de autonomía, por mucho que fuese un niño en el cuerpo de un hombre.
De pronto el coche se puso a su altura. Aminoró la marcha. A Ramiro se le aceleró el corazón. Le daba pánico la oscuridad y se había hecho de noche muy temprano a consecuencia de la tormenta que se avecinaba. También temía lo desconocido. La carretera estaba desierta. Su madre le regañaría, no le gustaba que se le hiciera tarde en la calle. Se frotó la nariz con un tic nervioso. Sus pasos eran cada vez más rápidos. Notaba que el auto se le acercaba peligrosamente por mucho que él se pegase a la pared. De pronto, al ir a cruzar la carretera, el coche se paró delante de él cortándole el paso. Ramiro se estremeció temblando de miedo. Aunque al ver que era una persona conocida se relajó ligeramente, a lo mejor lo que quería era llevarlo en coche a su casa y su madre no se enfadaría. ¡Qué bien! Pensó.
—¡Ramiro! —lo llamó.
—Ho… hola —dijo mirando por la ventanilla que el conductor había bajado previamente.
—Acércate, quiero decirte una cosa —le gritó desde dentro—. Lo que has visto esta tarde no tiene importancia. Solo quiero decirte que no se lo digas a nadie, ¿vale?
—Se lo diré a mi madre. Estabas haciendo cochinadas. Os he visto. Se lo diré a tu madre y también se lo diré a su madre, eso no se hace. ¡Marranos! —contestó Ramiro retorciendo la gorra nueva entre las manos.
—¡No se lo vas a decir a nadie!, ¿lo oyes? Escúchame bien —suavizó el tono—. Es algo que hacemos los mayores. No tiene importancia. A ti también te gustaría hacerlo. Te propongo una cosa. Desde hoy ese será nuestro secreto.
—Mamá me dice que no debo tener secretos. Se lo tengo que decir.
—Haz lo que quieras, pero si se lo dices a lo mejor te pasa algo malo y tu madre se pondría muy triste…
Ramiro arrancó a correr intimidado mientras repetía que su madre no le dejaba tener secretos, que eran unos cochinos. El coche arrancó tras él para ponerse de nuevo a su altura. No podía dejar que abriera la boca. Pisó el acelerador asustando más a Ramiro. Le empezó a faltar el aire en los pulmones. Acrecentó el ritmo de la carrera jadeando por el esfuerzo. El coche paró. Ramiro pensó que le daría un respiro, que le estaba gastando una broma. La persona que conducía aumentó el volumen de la canción que sonaba en la radio, llevaba puesto un CD de villancicos y ese le gustaba especialmente: Santa Claus is coming to town, empezó a tararear. Ramiro miró hacía atrás desesperado al ver que el coche volvía a perseguirlo. Casi sin aliento aumentó la velocidad de nuevo. Sus pies se enredaron. En su cabeza las imágenes daban vueltas vertiginosamente. El corazón bombeaba sangre a un ritmo frenético. Ramiro cayó al suelo perdiendo el control de los esfínteres. Veía sin poder evitarlo como el coche se acercaba sin piedad y le pasaba por encima. Un dolor traspasó su columna vertebral. Quiso arrastrase para quitarse de en medio. Intentó llamar a su madre, pero de su boca no salía sonido alguno, solo una bocanada de sangre que lo ahogaba por momentos. En un instante de lucidez su cabeza le decía que debía apartarse de allí, pero el cuerpo no le respondía. Al momento, el coche, que había dado marcha atrás, volvía a acelerar pasando de nuevo sobre el maltrecho cuerpo de Ramiro. Esta vez no hubo dolor, solo un estallido dentro de su pecho. Ya todo fue oscuridad.   
La música seguía sonando. La persona que conducía bajó a mirar los desperfectos del coche. Al pasarle a Ramiro por encima uno de sus zapatos había salido disparado en una rocambolesca carambola y le había estropeado ligeramente el parachoques. Sacó un pañuelo de su bolsillo y limpió la zona, como si de aquella manera pudiera borrar todo rastro de lo que había ocurrido, como si fuese una simple mancha. Arrugó la nariz con disgusto. El coche era nuevo. Miró con rabia, no, no era rabia, era asco lo que sentía por Ramiro que estaba tendido en el suelo. Se acercó y con la punta del zapato le dio la vuelta. Aquel suceso estaba retrasando sus intenciones. Menuda molestia, se dijo.
Sacó unos guantes del maletero, los mismos que servían para no ensuciarse las manos al cambiar las llantas. Arrastró a Ramiro y lo levantó como pudo, aunque era un hombre delgado pesaba más de lo que podía parecer a simple vista. El esfuerzo de levantarlo le hizo jadear y sudar copiosamente pese a la baja temperatura. Cuando por fin lo introdujo en el maletero respiró con alivio. Se sacó los guantes y los arrojó con coraje sobre el cuerpo inerte de su victima. A lo lejos divisó las luces de un coche que se aproximaba por la carretera. Otro contratiempo, se dijo, resoplando. Bajó de golpe la puerta del maletero y se acomodó la ropa limpiando los restos de una suciedad imaginaria que se le hubiera podido adherir. El coche, al pasar por su lado aminoró la marcha hasta parar y preguntarle si necesitaba ayuda.
—No, gracias, se me había pinchado una rueda. Pero ya la cambié. Todo está bien —paseó la vista por la rueda. En ese momento vio un zapato de Ramiro. Con el pie lo empujó detrás de la llanta esperando que el inoportuno conductor no se hubiese dado cuenta.
—Perfecto, buenas noches y ¡Feliz navidad!
—¡Feliz Navidad!
Hizo ademán de subir al coche, pero en cuanto el otro auto se perdió en la distancia se agachó, recogió el zapato y lo tiró con rabia dentro del capó.

Llegó a la casa y metió el coche en el garaje. Repasó con mejor luz la zona del impacto por si había algún otro desperfecto. Cogió un paño y lo limpió de nuevo sacándole brillo. La abolladura era minúscula, apenas una rozadura. En la penumbra le había parecido más grave, y, aunque apenas se veía era una fatalidad para él que era un perfeccionista. Si alguien se fijaba podía tener problemas. En cuanto pudiera lo llevaría al taller, pero no en el pueblo, algún curioso podía hacer preguntas.
Se quedó pensando qué hacer con el cuerpo. La adrenalina corría por sus venas. La satisfacción de que las cosas salieran bien era lo mejor de todo aquello. Entró en la casa, le gustaba aquella casa, siempre le había gustado. Conectó la televisión, necesitaba relajarse. En casi todas las cadenas la programación era especial de nochebuena, música y humor se mezclaban. Rió a carcajadas con un sketch. Se sentía bien y se contagió del buen humor del programa. Al final estaba siendo una noche redonda. Al rato salió al jardín tropezando con unos materiales que los albañiles habían dejado esparcidos por el césped. Perjuró al golpearse el tobillo con una pala. Aquello le dio una idea. Necesitaba deshacerse del cuerpo. Estaban construyendo una piscina en el espacioso jardín y el agujero ya estaba abierto detrás de la casa. No se lo pensó dos veces. Se puso manos a la obra, cogió la pala y empezó a cavar con bastante esfuerzo, le costó ya que la tierra estaba muy dura. Agrandó un  poco más el agujero. Fue al garaje a buscar el cadáver de Ramiro, lo arrastró por la parte del jardín que no tenía césped evitando de ese modo huellas innecesarias. Lo hizo rodar hasta la parte más profunda y empezó a echar paladas de tierra sobre él renegando del peso de Ramiro. Le estaba suponiendo un esfuerzo demasiado grande, se quejaba entre dientes. Cuando terminó era bastante tarde ya que repasó milímetro a milímetro el terreno. Hasta que no quedó todo como estaba en un principio, no descansó. Al terminar echó un vistazo supervisando por última vez la zona. Viendo que todo estaba correcto entró en la casa de nuevo; se duchó, puso en  una bolsa las ropas que había usado y se vistió de fiesta, ya que había quedado para celebrar la nochebuena. Antes de salir se preparó una copa, se la tomó con calma y se fue a su cita con una enorme sonrisa de satisfacción.

Como todas las nochebuenas desde hacía más de cuarenta años, desde su primer año de casada, se juntaban todos a cenar. Antes con sus hermanos y padres, ahora con sus hijos, al igual que hacen la mayoría de las familias españolas. La nochebuena es para celebrar. Es una fiesta para estar con los seres queridos y pasar una noche de risas y cantos. La familia de Marina Delgado estaba bastante dispersa, pero ese día era sagrado. Ese día se reunían todos sus hijos, con sus respectivas parejas, alrededor de la mesa. Se explicaban las vivencias del tiempo que llevaban sin verse, unos más que otros, y aunque tuvieran sus discrepancias, siempre fueron una piña al lado de su madre, ahora por desgracia aquejada de Alzheimer. Este año con más motivo era una noche familiar. Ahora el peso de la casa, desde que su enfermedad se apoderó de su mente, había recaído en Yolanda, la menor de sus cuatro hijos.
La cena estaba preparada. Los aperitivos repartidos por la gran mesa de comedor, engalanada con el mejor mantel de lino. La vajilla de los días de fiesta y la cristalería que solo salía de la vitrina en días como aquel.
Solo faltaba Ramiro. Marina no se daba cuenta, un par de años atrás ya estaría poniendo el grito en el cielo y removiendo mar y tierra preguntando por Ramiro. No podían comunicarse con él, hacía tiempo que le tuvo que requisar el móvil porque no sabía usarlo. No le servía más que para que los niños del pueblo llamasen a diestro y siniestro. Ramiro era así, no tenía nada suyo, si tenía algo en las manos y “otro” niño se lo pedía, él se lo daba. Era generoso en exceso, como cualquier niño de su edad mental.

 Era raro que tardase tanto, era el mayor de los hijos de Marina, pero era como un niño, por lo tanto, cuando se le decía que debía llegar a una hora siempre solía volver a tiempo. Más de una vez si algún vecino lo veía por la calle y era un poco tarde lo acercaba con el coche, pero aquella noche no pasó. Nadie encontró a Ramiro a mitad de camino. Nadie lo acercó a casa. Habían pasado más de dos horas de la hora convenida para volver, y era más raro aún siendo la fecha que era, ya que Yolanda, su hermana, le había dicho que vendrían sus otros hermanos y le traerían regalos, palabra mágica que le hacía estar todo el día feliz.
Yolanda estaba nerviosa. No hacía más que mirar el reloj. Sus hermanos acababan de llegar. Juan, que era dos años menor que Ramiro preguntó por él, no entendía que su hermana lo dejase salir solo y menos en una noche como aquella, así se lo recriminó. Javier era un poco más pasota y dijo que ya llegaría, que siempre estaban encima de él, que le dieran un poco de margen, dicho lo cual, se acercó a la mesa y se sirvió una copa mientras esperaba que Yolanda y Juan dejasen de discutir. Las dos cuñadas se mantuvieron al margen, como cada vez que se hablaba de Ramiro. No fuese a ser que les tocase llevarlo a sus casas por temporadas, tema que alguna vez quiso tocar Yolanda, sobre todo desde que se había agudizado la enfermedad de su madre, pero al que siempre daban largas con la mayor educación y al final quedaba todo en agua de borrajas.
—Juan, tú no tienes ni idea de lo que es lidiar con mamá en el estado que está, y con Ramiro a la vez. Sabes que si no sale a la calle se pone muy nervioso y a veces se encierra en sí mismo y cuesta mucho que vuelva a estar bien, además aquí no hay peligro, esto es muy pequeño y todo el mundo lo conoce. También sabes que si tarda, siempre hay algún vecino que lo trae de vuelta a casa. Supongo que se habrá despistado jugando con algún chaval en el campo de fútbol, sabes que cuando se pone a jugar se le olvida todo, voy a ver si lo veo —contestó Yoli intentando disimular la angustia que sentía. 
—Te acompaño —informó Juan.
—Está bien, vamos antes de que sea más tarde.
—¿Queréis que os acompañe? —comentó Javier casi por obligación.
—No, vosotros os quedáis por si aparece, y si lo hiciera, avisáis.
—Está bien, lo que vosotros digáis.
Salieron los dos hermanos con el coche. Bajaron al centro del pueblo muy despacio por si subía por la carretera poder verlo. Llegaron a los sitios donde solía estar. El primer lugar al que acudieron era un club de fútbol al que era asociado y donde ayudaba a los camareros a recoger las mesas cuando había partido. Él era el último en salir y el primero en entrar. Era el niño mimado del club, casi una mascota, si Ramiro no estaba cuando empezaba un partido los jugadores lo extrañaban.
El club estaba cerrado, no era día de partidos ni de partidas. Todo el mundo estaba en sus casas con sus familiares celebrando de una u otra manera la nochebuena.
Dieron vueltas por todo el pueblo. Apenas había gente por la calle, pero a las pocas personas que encontraron le preguntaron por Ramiro. Nadie lo había visto desde hacía unas horas.
Yolanda miró a su hermano con creciente preocupación. Aquello ya no entraba dentro de la normalidad en lo más mínimo. Aquello no parecía un despiste. Definitivamente a Ramiro le había pasado algo. Juan había llegado a la misma conclusión a la vez que su hermana.
Llamaron a casa por si había alguna novedad y no les hubiesen avisado, era la última esperanza, aunque muy remota, que les quedaba, pero no hubo suerte. Ante lo inevitable decidieron ir a la policía a poner una denuncia por desaparición.

—¿En qué puedo ayudarles? —preguntó un joven con cara de pocos amigos, a nadie le gusta trabajar en una noche como esa.
—Venimos a denunciar la desaparición de mi hermano —fue Yoli la que habló.
—¿Cuánto tiempo hace de la desaparición?
—No lo sabemos con certeza, unas horas.
—Le informo que hasta pasadas cuarenta y ocho horas no se considera desaparición. Dígame el nombre de la persona desaparecida.
—Ramiro Duperly Delgado.
—¿Edad? —seguía preguntando el policía con una profesionalidad exenta de emoción.
—Cuarenta y cinco años, pe…
—Señorita, con esa edad y en una noche como esta…
El policía se la quedó mirando con una media sonrisa en la cara. Juan se lo miró a su vez preparado para saltar, había dejado a su hermana menor que hablara ya que estaba estudiando criminalística y se desenvolvía bastante bien en esos ámbitos. Él no tenía la paciencia de Yolanda para seguir contestando las preguntas que les iban haciendo a cuentagotas, y en aquel momento le hervía la sangre. El policía, que parecía recién salido de la academia, seguro le había tocado guardia por eso, no tenía las tablas suficientes para lidiar con casos como aquel, se dijo Juan, respirando hondo para mantener la calma.
—Si no me hubiese cortado le habría podido explicar que mi hermano padece una discapacidad, su edad mental es la de un niño de siete años, por lo tanto requiere prioridad absoluta, si puede llamar a algún superior se lo agradecería, porque veo que para usted nuestra angustia carece de importancia —contestó Yolanda con toda la calma que pudo reunir.
Cuando el joven policía estaba a punto de ser devorado por dos pares de ojos, los de Yolanda y Juan, apareció un superior, notando la tensión que había en el ambiente preguntó si había algún problema.
—Desde luego que lo hay, ha desaparecido mi hermano y llevamos dos horas dando vueltas a las mismas preguntas sin adelantar nada —contestó Juan que no pudo callar por más tiempo.
—Señorita, tengo que rellenar el expediente —se dirigió a Yolanda el joven policía esperando que su superior no le metiese bronca.
—Está bien, acaben de rellenar el informe y pasen a mi despacho, veremos que se puede hacer, todo depende del tiempo que lleve desaparecido, creo que eso ya se lo habrá dicho mi compañero.
—No hace falta que nos lo diga —terció la hermana— sé perfectamente que han de pasar dos días en cualquier situación, pero es que mi hermano es discapacitado, se le debe considerar un menor, y como tal, hay que actuar de inmediato.
El agente de mayor rango se disculpó por su subordinado y les dijo que en cuanto hubiesen respondido todas las preguntas del informe pasasen inmediatamente a su despacho.
Al terminar con el agente, llamaron con los nudillos a la puerta del oficial y pidieron permiso para entrar en el despacho del superior. Alex Moreno, inspector; ponía el letrero de la puerta al igual que el de encima de la mesa. Yolanda entró primero pasando su hermano tras ella, el inspector les dijo que tomaran asiento y que le explicaran a él con detalle qué era lo que había pasado, si tenía enemigos o alguien le quería algún mal a Ramiro.
Tanto Yolanda como Juan fueron describiendo la personalidad de Ramiro; su ternura, su disposición a ayudar en todo lo que se le pedía, su minusvalía y cómo todo el mundo en el pueblo lo quería, e incluso lo mimaban en exceso, dándole caprichos como a cualquier niño, aunque él ya no lo fuera.
—Es imposible no quererlo —remató Yolanda su declaración.
—Es complicado decir qué puede haberle pasado, pero ahora mismo pongo a la patrulla a buscarlo, daremos el aviso y si se ha extraviado esperemos que para medianoche lo tengáis con vosotros —prometió el inspector sabiendo que no debía hacer aquello, él no podía tener la seguridad de que lo fuesen a encontrar, era un caso bastante extraño, si siempre hacía el mismo recorrido y nunca se había perdido ¿por qué había de hacerlo precisamente el día de nochebuena?, pero viendo la cara de angustia de la joven pensó que le vendría bien un poco de ánimo. No entendía qué le había pasado, él intentaba ser un buen policía y lo primero que le habían enseñado en la academia era a no dar falsas esperanzas, a no decir algo que no pudiera cumplir, “bueno ya estaba hecho”, pensó.
Juan y Yolanda llegaron a casa casi rozando la medianoche, la cena se había enfriado, nadie tenía ánimos para sentarse a la mesa y disfrutar del suculento banquete que habían preparado, no era un velatorio porque esperaban encontrarlo pronto, pero se parecía mucho, cada dos minutos uno u otro se asomaba a la ventana a ver si llegaba una patrulla con su hermano, pero por mucho que se asomasen la patrulla no llegaba, los teléfonos no querían sonar ni con buenas ni con malas noticias, silencio, la casa se había sumido en el más absoluto silencio.
Al despuntar el alba del día de navidad más desastroso de sus vidas, Yolanda no podía soportar más tanta inactividad, se levantó, se sentó ante el ordenador y estuvo confeccionando unos carteles para distribuir por todo el pueblo, aunque toda la gente lo conocía, eran días en que familiares y amigos se juntaban, por lo tanto, había mucha gente desconocida. Yolanda no descartaba la posibilidad de que alguien lo hubiera visto. Cuando los tuvo listos les advirtió a sus hermanos que se iba a repartir los carteles.
—¿No sería mejor que llamásemos a la policía antes de tomar ninguna iniciativa por nuestra cuenta? —Dijo Javier siempre dentro de su habitual pasotismo.
Para Javier nunca había prisa por nada, no parecía tener sangre en las venas, todo le daba bastante igual, mientras no le faltasen sus caprichos, el resto del mundo sobraba, Yolanda estaba alucinada, ni la desaparición de su hermano mayor había conseguido que se le moviera un pelo.
—La policía está más que avisada, si no han pasado por aquí será por que no ha habido novedades —se enfadó Yoli—, no te estoy diciendo que me acompañes, no sea que te ensucies tu inmaculado Armani, ah, no, que es de imitación, trabajas tanto que no te llega para vestir de marca por mucho que te mueras de ganas, no necesito a nadie, si quieres puedes irte a tu casa, duermes y si tienes una comida con la estirada familia de tu mujer no faltes, no sea que no te perdonen y no te vuelvan a dejar entrar en sus círculos.
—Hostia, Yoli, te has pasado, solo he dicho que esperemos a ver qué dice la policía —se quejó Javier, aún a sabiendas que su hermana tenía razón.
—Y yo te he dicho que no te preocupes que ya me muevo yo, han pasado muchas horas, pero quizá para vosotros es lo mejor, así desaparece la tara de la familia.
Yolanda estaba que se subía por las paredes, había dicho cosas de las que era consciente que después se arrepentiría, pero la pasividad de su hermano y su cuñada era superior a sus fuerzas. Con aquella frase había dado en el clavo, la mujer de su hermano, abogada de profesión, aunque nunca había ganado un caso, tenía muchos aires de grandeza, venía de una familia de abogados y aunque ella no se distinguía por su capacidad, trabajaba en el bufete de su padre, así pasaba desapercibida y si cometía un fallo ellos le cubrían la espalda. Montse era tan egoísta que no soportaba ver algo que “desentonase” en su entorno y ella sabía que Ramiro le repugnaba, un hombre al que había que regañarle como a un niño, o que a veces no sabía qué cubierto había que usar en cada ocasión, le molestaba. También sabía que ella habría sido incapaz de hacerle nada, no tenía el valor ni la inteligencia para ello, y tampoco su hermano se lo hubiese perdonado si le pasaba algo a Ramiro por culpa de ella, y ella estaba loca por Javier, eso también le constaba.
Metió los folios en una carpeta y salió dando un portazo, si se quedaba allí seguiría despotricando contra la insensible de su cuñada y el poca sangre de su hermano. Bajó hasta el centro del pueblo y empezó a colocar carteles en todas las farolas, tiendas, bares, cualquier sitio era bueno con tal de dejar la foto de su hermano desaparecido la noche anterior. Estaba poniendo un celo cuando una mano se posó sobre la suya.
—Yo te ayudo —dijo una voz a su espalda.
—Gracias, puedo sola.
—Perdona, pensé que te iría bien un poco de ayuda.
—¿Ayuda, dices? Menuda ayuda que es la policía de este pueblo, en toda la noche no habéis sido capaces de encontrar a una persona desamparada y asustada.
—Créeme que estamos haciendo todo lo posible, pero no es fácil, no tenemos ninguna pista que nos indique un camino a seguir. Ven, tomemos un café y hablemos, no estoy de servicio esta mañana, así que será en plan amigos si te parece bien.
—No tengo tiempo para cafés.
—A ver, esa actitud no ayuda, debes dejar que la policía haga su trabajo, estas cosas son lentas, pero no creas que no hacemos nada, te entiendo, de verdad que lo hago, pero no comer no te va a devolver a Ramiro.
—Está bien, tomemos ese café.
Entraron en la cafetería-panadería que tenían enfrente, era el día de navidad y no había nadie por la calle, solo los madrugadores de turno estaban, como todas las mañanas, desayunando, así que se sentaron en un rincón algo apartado para conversar con tranquilidad.
—Buenos días, madrugadores —saludó Maruja con una sonrisita pícara—, ¿qué os pongo?
—Madrugadora a la fuerza —contestó Yoli— ¿No habrás visto a Ramiro por aquí?
—No, chiquilla, es muy temprano, si casi ni han puesto las calles esta mañana, ¿no celebrasteis la nochebuena qué estáis levantados tan pronto?
—Pues no mucho, la verdad, por eso te he preguntado, mi hermano no volvió a casa anoche, estamos desesperados, si no te importa estoy poniendo estos carteles a ver si alguien lo ha visto —decía mientras se le empañaban los ojos.
—¡Pero chiquilla!, ¿qué me estás contando? —Se cuadró delante de ellos limpiándose las manos en el delantal— ¡Dónde se ha podido meter esa criatura! Hay, Dios mío, no gana una para disgustos, ahora mismo llamo a Manolo y le digo que te ayude a buscar, ¡¡Manolo!! —gritó desde mitad de la cafetería.
—Señora, no hace falta, de verdad, para eso estamos los policías, para buscarlo —comentó Alex algo molesto.
—Entonces eres policía, vaya, ya decía yo que no te había visto mucho por el pueblo, seguro que eres de la capital, pues te voy a decir algo, aquí vuestros métodos no funcionan, aquí lo que funciona es el boca a boca y esa criatura tiene que aparecer como que me llamo Maruja.
Al momento apareció “su” Manolo, como ella lo llamaba cariñosamente, Maruja le explicó, con muchos aspavientos, lo que había pasado. Al momento empezó a correr la voz, los vecinos a los que avisó Manolo se pusieron en marcha, en nada, había un grupo de vecinos dispuestos a todo para encontrarlo. Alex no daba crédito, estaban preparando delante de él y sin contar con su inestimable ayuda una patrulla de búsqueda, aquello era inaudito pasaban olímpicamente de la autoridad, llevaba poco tiempo destinado en aquel recóndito pueblo, pero pensaba que la ley y la justicia funcionaba igual en todas partes, por grande o pequeño que fuese el municipio.

Si Alex había pedido el traslado a un sitio pequeño como aquel era por aislarse del mundo, de los conflictos a los que se había visto abocado, cada vez con más frecuencia, todos decían que era un buen oficial, pero él no estaba seguro. Se involucraba demasiado en los problemas de la gente y ya le había acarreado algún que otro disgusto, sobre todo el último; se vio envuelto en una pelea de pareja, el marido le estaba propinando una brutal paliza a su mujer pero ella no quería denunciar, así que lo denunció él, no podía quedarse con los brazos cruzados, él era policía para eso, para evitar que personas como aquella siguieran haciendo daño. Era consciente que las mujeres la mayoría de las veces no denunciaban por miedo a futuras represalias, pero eran vecinos y le dijo que si surgía algún problema él estaría allí para ayudarla y si quería separarse y necesitaba cualquier cosa también, incluso le ofreció un cambio de identidad, le aseguró que su marido nunca la podría encontrar, pero ella se opuso, su vecina llegó incluso a decirle que le gustaba que su marido le pegase. Sabía que era miedo, que lo decía por el terror que le producía cuando llegaba borracho o colocado con sustancias algo más peligrosas. No pudo hacer nada, se culpaba por no haberla obligado a salir de aquel infierno. Ahora era demasiado tarde, ella estaba muerta, era una más de la larga lista de mujeres asesinadas en sus domicilios por la persona que se supone que tanto las aman y eso para él fue el detonante de una incipiente depresión, por eso pensó que en un pueblo pequeño de montaña y bastante aislado esas cosas no pasarían, al menos por un tiempo necesitaba poner orden en sus pensamientos y en sus sentimientos, si se paraba a analizarlos no estaba seguro si lo hizo porque era su obligación, o porque se estaba enamorando de aquella vecina, que nunca más le daría los buenos días con aquella triste sonrisa.
—¡Alex! —Chasqueó Yoli dos dedos delante de su cara— ¿te ocurre algo?
—Eh… esto, no, no me pasa nada, estaba pensando —mintió azorado.
—¿En qué pensabas? Si puede saberse, claro —preguntó Yoli curiosa.
—Pensaba… pensaba en lo solidarios que son los vecinos.
—Prueba otra vez.
—¿Cómo dices?
—Que pruebes otra vez, mientes muy mal —respondió ella con más curiosidad que antes.
—Por qué dices que miento, no miento, estaba pensando en lo curioso del caso —siguió mintiendo descaradamente.
Para nada iba a explicar allí, delante de todos, sus debilidades, porque eso eran para él, debilidades, era ser débil, se decía, el no ser capaz de desvincular el trabajo de las emociones. Ya se lo dijo en una ocasión el instructor de tiro, “Alex, esto es igual que ser médico, no te puedes implicar y tú te implicas demasiado.” Volvió a su ensimismamiento, Yoli estaba pendiente de su rostro, por momentos, casi se podía leer los pensamientos que iban pasando por su mente.
Terminaron el café y Yolanda se levantó con prisas, le pesaba haber perdido aquel tiempo precioso en el que podía estar pegando carteles y alguien dar noticias de su hermano. Alex salió de su ensimismamiento al notar que algo a su alrededor se movía, fue a la barra a pagar las consumiciones pero Maruja no se lo consintió, les dijo que esos cafés corrían por su cuenta. Al salir a la calle ya se estaba corriendo la voz, un grupito de vecinos estaban hablando con Manolo de lo que podían hacer, intentando coordinar a los que llegaban y ponerlos al corriente del caso. En menos de una hora ya había una expedición de búsqueda preparada.