viernes, 10 de julio de 2020

Angustia



No sé dónde estoy. No sé cómo he llegado aquí: sigo en la moto, esperando ver algo del paisaje que me dé una pista sobre dónde me ha traído perseguir a esta gente. Mejor dicho, dónde me he metido yo solito. ¿De verdad merece la pena? No estoy seguro. El corazón parece que vaya a estallarme. No encuentro suficiente aire para llenar mis pulmones. Por una parte mi cuerpo me advierte: quiero largarme de aquí. No es un sitio seguro. Independientemente del tipo de gente a la que estoy vigilando, estoy en un sitio que no conozco y al que no sé cómo he llegado. Iba demasiado concentrado en seguir el coche como para fijarme en los paisajes e intentar hacerme una idea de a dónde se dirigían. No importaba el lugar, solo ellos. El problema viene ahora: ¡cómo cojones voy a salir de aquí!

Respiro hondo. Necesito analizar la situación con objetividad. Ahora que he llegado hasta aquí no puedo echarme atrás. La verdad saldrá a la luz, me aseguraré de ello aunque me cueste la vida.

Estoy empapado en sudor. El aire sigue resistiéndose a entrar en mi cuerpo. El peso que llevo en la cabeza no deja fluir mis pensamientos. El casco me estorba. Me lo quito, esperando que esta especie de vértigo que siento disminuya, pero no funciona. El casco no es mi problema. Mi problema soy yo.
A pesar de la angustia y de que las ominosas sombras parecen querer traspasarme, bajo de la moto y me acerco a ellos. Ahora que lo pienso, me parece un lugar absurdamente tétrico para una reunión como esta. Se supone que son gente peligrosa, gente con la que no deberías meterte, gente a la que no debes vigilar. Justo lo contrario de lo que estoy haciendo yo ahora. Supongo que las películas no son siempre tan absurdas como parecen.
Consigo reunir el valor suficiente para acercarme e intentar grabar la lejana conversación que apenas me llega como un susurro.
¡Menuda torpeza la mía! El ruido que ha hecho el casco al caer ha tenido que alertar a las personas que sigo. Alzo la vista, nervioso, intentando comprobar algo que ya sé. ¡Tengo que salir de aquí cagando leches! ¡Estúpidas manos! ¿No teníais otro momento mejor para fallarme? Rápidamente, intento alcanzar el casco de nuevo para subir en la moto y huir hacia una dirección, la que sea. Cualquier sitio es mejor que estar aquí. Antes de que pueda llegar a tocarlo, alguien grita detrás de mí:
—¡Oye, tú!
Cuando me giro hay una mujer apuntándome con una linterna. Me ciega. No me lo esperaba. Ha sido muy rápida, no la he visto llegar. ¿Cómo coño ha llegado tan rápido? Y lo más importante; ¿de dónde carajos ha salido? Ahora eso no importa, no tengo tiempo para pensar. Es más importante actuar. Consigo alcanzar el casco y salgo corriendo en busca de una salida.
Mis dedos están torpes, tengo las manos sudadas. El casco resbala de mi mano, me hace perder un tiempo sumamente necesario. ¡Joder, joder, joder! Lo dejos en el suelo. Acelero el paso todo lo que puedo. Está oscuro y no veo más allá de mis narices. Algo serpenteante se ha enredado en mi pie. ¡Mierda! Ahora no.
Me caigo. En la caída me he golpeado la cabeza, un hilillo de sangre sale de mi frente. Estoy aturdido, pero debo seguir, aunque no puedo desenredar el pie de la rama que me lo ha atrapado. La cabeza me duele y no puedo pensar con claridad, sólo sé que tengo que correr lo más rápido que pueda en cuanto consiga desenredar mi pie. Lo estoy consiguiendo, creo que me he torcido el tobillo pero puedo caminar.
Algo duro y frío aprieta mi nuca. Es el fin. Aún no estoy literalmente muerto pero tampoco estoy literalmente vivo. No sé dónde estoy. ¿En qué estoy metido? Estoy rodeado de unos tipos que no conozco. ¿Cómo he llegado hasta aquí? Estos no son los tipos a los que he seguido. La cabecilla es una mujer y no me es desconocida del todo. La he cagado. ¿La noticia merecía la pena? Ahora no estoy tan seguro.




sábado, 4 de julio de 2020

Un día para olvidar (capítulo 2)


En casa se habían quedado su hermano Juan y su cuñada Gemma, esta era un poco más persona que la mujer de su hermano Javier, mientras, cuidaban a su madre y le hacían creer que todo estaba bien. Por desgracia o por suerte, en aquel momento para ella los períodos lúcidos pasaban rápido y volvía a su mundo interior. Vivía en un mundo en el que no cabía la realidad. Un mundo lleno de tinieblas en el que cada vez se sumergía más a menudo y le costaba más salir de esa zona nebulosa en que se mantenía ajena a la realidad.
Gemma estuvo recogiendo lo que habían preparado para la cena de nochebuena, que había quedado intacto, era una mujer activa y no podía estar mano sobre mano. No quería pensar, tenía un mal presentimiento y a medida que pasaban las horas sin noticias de Ramiro, ese presentimiento se acentuaba. Juan no hacía más que dar vueltas arriba y abajo de la casa, cosa que estaba sacando de quicio a Gemma. Entendía perfectamente que estuviese nervioso, pero sería más productivo ayudándola a ella o sacando a su madre a pasear para distraerla, que desgastando las baldosas del suelo.
—Juan, por favor, ¿puedes parar un poco de dar paseos? Cariño, todos estamos nerviosos, pero no por eso aparecerá antes.
—Lo sé, pero no puedo evitarlo, esto me huele muy mal, no entiendo cómo se ha podido perder de esta manera —le dijo bajando la voz para que no lo escuchase su madre.
Le costaba pensar que le hubiese pasado otra cosa que no fuera que se había despistado, aunque en su fuero interno sabía que aquella era la más improbable de todas las hipótesis. Ramiro era un niño grande y como niño que era,  sus costumbres eran fijas. Su día a día era uno calcado del otro, por eso todos en la casa tenían esa sensación en la boca del estómago. Todos menos Marina, en su mundo apenas se daba cuenta de que su hijo hacía más de dieciocho horas que no aparecía por casa, ella, que desde que con tres añitos, los pediatras detectaron que Ramiro padecía una discapacidad intelectual, debido a un medicamento prescrito durante el embarazo, no se había separado de él en ningún momento. Ahora, solo en alguna esporádica ocasión se daba cuenta que no estaba, pero no recordaba cuánto tiempo hacía desde que lo había visto por última vez, así que preguntaba por Ramirito, así le llamaban en casa, ocasionalmente, entonces Juan le decía que acababa de salir, que en un rato volvería y ella volvía a sumirse en su mundo de sombras nuevamente.
Juan accedió a la recomendación de su mujer y sacó a su madre a pasear, más por él que por ella, pero tenía que hacer algo. Mientras tanto, Gemma terminaba de ordenar la cocina esperando una llamada de su cuñada, se ponía en la piel de ella y la verdad era que no podía dejar de admirarla, a sus treinta y dos años llevaba tiempo haciéndose cargo de una madre enferma y un hermano que, aunque se valía perfectamente por si mismo, había que estar pendiente de él, ya que si no le decías que comiera él no comía, y si no le decías que se duchase él no sabía que lo tenía que hacer, incluso le tenía que ayudar con el afeitado, la maquinilla eléctrica no la sabía hacer servir y con las desechables se cortaba, así que cada dos o tres días, Yolanda, incluso lo afeitaba.
Gemma se quedó pensativa, se estaba nublando, el tiempo se había vuelto desapacible y húmedo, los nubarrones cada vez oscurecían más la montaña y el olor a tierra mojada se sentía en el ambiente. De pronto un escalofrío atravesó su columna vertebral, cruzó los brazos abrazándose a sí misma, no sabía bien si para darse calor o ánimos, así que por hacer algo cogió un par de troncos y los echó en la chimenea atizando las brasas para que a continuación prendieran y caldearan un poco más la estancia. Nadie se había acordado de avivar el fuego y este prácticamente se había apagado. Viviendo en una casa rural la calefacción eléctrica no tenía sentido. En la chimenea se quemaban todos los rastrojos y troncos de la poda de los árboles del pequeño huerto que tenían detrás de la casa, y que ya solo acogía unos cuantos frutales, que cada vez más se iban retorciendo en nudosas y viejas ramas, como si se solidarizasen con Marina. Ella los había cuidado siempre con tanto cariño que ahora notaban que no eran las mismas manos las que lo hacían, perdían vitalidad al mismo ritmo que lo hacía ella.

Javier después de llegar a su casa se arrepintió de haberse ido. No había estado a la altura. No obstante, vio a Montse revolverse inquieta en el sofá, para ella aquello no tenía la menor relevancia, ya que ella no empatizaba con la familia de su marido. Tampoco era un secreto; hacía tres o cuatro visitas al año y con eso cumplía. En realidad siempre pensó que su familia política no estaba a su altura. No le supuso ningún esfuerzo marcharse, así que llegó a su casa y tranquilamente se fue a dormir. Habían quedado con su familia para comer el día de navidad en un restaurante bastante lujoso y quería estar perfecta. No así Javier; en aquel momento tenía una sensación de culpa y remordimiento, un desasosiego que no lo dejaba en paz. Se puso en pie de pronto y le dejó una nota a su mujer. Una nota en la que le decía que sintiéndolo mucho aquel día no estaba para fiestas, que lo excusase ante sus familiares, pero tenía que estar con sus hermanos. No podía dejarlos solos en aquellas circunstancias.
Llegó a casa de su madre casi a mediodía. Al entrar por la puerta, Juan, por unos segundos, pensó que era Ramiro, estaba a punto de preguntarle dónde había estado cuando vio que era Javier.
—Ah, ¿eres tú? —dijo con malestar.
—¿Esperabas a otra persona? —respondió con igual tono.
—Pues claro. No te pongas mordaz que no te pega. Ramiro no ha aparecido, pero ni siquiera has preguntado por él.
—No me has dado tiempo. No estés a la defensiva, estoy aquí, ¿no?
—Está bien, tenemos que estar unidos, pero no creas que voy a olvidar el desplante de anoche.
Javier agachó la cabeza mientras su mirada se posaba en algún punto indeterminado de la alfombra. Movió el pie intentando sacar una inexistente mancha para evitar a toda costa el contacto visual con su hermano.
Fuera, el día cada vez se oscurecía más. Un espantoso trueno sobrecogió a los dos hermanos. Se miraron y esta vez Javier preguntó por su hermana menor. Juan le informó que se había ido a pegar carteles y todavía no había vuelto, que estaba a punto de llamarla cuando él había aparecido por la puerta.

 En el pueblo, el grupo que se había formado estaba de vuelta. Habían salido a la desbandada sin un plan de búsqueda. Sin nadie que coordinara la expedición, cosa que Alex imaginaba. Nadie quiso escuchar a un poli de ciudad, así que se sumó a la búsqueda como un vecino más; pensó que cuando vieran que las cosas no salían como esperaban, se decidirían a dejarle actuar como le habían enseñado en la academia. No se había separado de Yoli en ningún momento, a ella no le parecía necesario, pero él la convenció y le dijo que si aparecía era mejor que él estuviese a su lado, por si había que hacer algún informe, (aquello no era del todo cierto, no era capaz de decirle que una de las posibilidades era que Ramiro estuviese muerto). Alex les dejó muy claro que si lo encontraban y estaba herido, sobre todo, que no lo tocasen. Les avisó que podía ser peor. Gracias a las benditas series de policía de la tele, todo el mundo estuvo de acuerdo.
De pronto empezó a tronar y a caer una lluvia torrencial. Yolanda quería seguir buscando a toda costa pero Alex se negó rotundamente. Casi a la fuerza la obligó a volver. Con esa lluvia no podían caminar por el monte, se hundían los pies en el fango y no quería sumar una desgracia más, le dijo inflexible.
Casi a la fuerza la condujo a su casa con una promesa: en cuanto escampara haría venir a los perros rastreadores y las patrullas que hiciesen falta. De aquella manera no podía seguir, le dijo. Además no había comido nada en todo el día y si quería ayudar tenía que alimentarse. Sin fuerzas, le dijo, no sería de mucha ayuda, con eso la acabó de convencer.
Invitó a Alex a pasar cuando llegaron. Le presentó a su otro hermano, puesto que a Juan ya lo conocía. Se saludaron aunque con cierto recelo. Javier desconfiaba de todos los hombres que se acercaban a su hermana, cosa que a ella le indignaba, pero aceptaba por ser el que siempre había estado allí para ella. Era  el más cercano en edad y cómplice de sus travesuras infantiles.
Se dieron la mano como caballeros, pero ninguno se quitó el ojo de encima. Yoli se daba cuenta que sin conocerse de nada había una tensión entre ellos inexplicable, así que le dijo a su cuñada que llevase a su madre a la cocina, que tenían que hablar. Una vez solos invitó a Alex a explicar los planes de búsqueda, este se metió a fondo, intentando agradar al hermano tanto como a ella e intentando que lo que decía no sonase ni demasiado optimista, ni demasiado pesimista, cosa que era bastante complicado, dadas las circunstancias.
Terminado el discurso se dispusieron a cenar algo. Había sido un día muy duro y estaban exhaustos, ninguno tenía hambre, pero como les dijo Alex, en aquel momento no podían desfallecer, y alimentarse bien era primordial para todo lo que les esperaba. Sin querer ser fatalista les dijo que estuviesen preparados para cualquier noticia, mala o buena. También les dijo que haría todo lo que estuviera en su mano para que aquel caso se esclareciera lo antes posible, dicho esto, Alex declinó la invitación a cenar con ellos, aludiendo que tenía trabajo que hacer y se marchó.

Cuando Alex llegó a comisaría, bien entrada la noche, lo primero que hizo fue poner en marcha un dispositivo de búsqueda urgente. Estaba dada la voz de alarma pero el protocolo que se había seguido era el normal; pidió perros rastreadores, patrullas de montaña, etc. Movilizó los refuerzos necesarios para escudriñar el monte de arriba abajo. Aunque llevaba lloviendo torrencialmente toda la noche, esperaba, cuando dejase de llover, hallar alguna pista que diera con su paradero.
Una vez que tuvo todo preparado, salió a desayunar. Salió sin una idea preconcebida, era un hombre metódico. Siempre hacía las comidas en el bar de al lado de la comisaría, pero esa mañana ni siquiera se dio cuenta que se había alejado más de lo normal. Caminaba ensimismado en sus pensamientos, concentrado en el problema que se le avecinaba. Nunca pensó tenerse que enfrentar de esa manera al dolor de una familia. Un dolor que le estaba afectando demasiado… de nuevo.
—¿Qué tomará el agente? —preguntó Maruja displicente.
Se la quedó mirando como si la mujer, en realidad, fuera un fantasma o un extraterrestre. No tenía ni idea de cómo había llegado hasta allí.
—Capitán —sonrió Maruja al decirlo— le pongo algo o ¿ha venido a pasar el rato?
—Inspector, solo soy inspector —aclaró sin darse cuenta de la mofa de la dueña de la cafetería—. Un café con leche y un cruasán, gracias.
Maruja se fue a preparar el encargo, cuando volvió se lo puso delante, entre el periódico y él, y, sin pedir permiso, se sentó a la mesa.
—Puede sentarse, está usted en su casa —reaccionó por fin.
El retintín de Alex no le pasó inadvertido, pero le daba igual. Estaba acostumbrada a lidiar con todo tipo de personas y un inspector de tres al cuarto llegado de la gran ciudad no la asustaba a ella. Aunque seguiría llamándole capitán, “le va bien el grado”, pensaba.
—Gracias, lo sé —contestó ligeramente agresiva— ya que está aquí, capitán, le quiero preguntar cómo va la búsqueda de Ramiro, ¿lo han encontrado ya? ¿Tienen alguna pista, por lo menos?
—Lo siento, no puedo darle ningún tipo de información. Usted no es familiar del desaparecido.
—A mí no me vengas con tecnicismos. Esto es un pueblo pequeño, nos conocemos todos y somos como una familia… Bueno, casi todos —puntualizó insolente—. Además, veo que no está de servicio, o sea, que se lo estoy preguntando a un amigo, ¿o me equivoco con usted?
—No, no estoy de servicio, pero eso no quiere decir que pueda ir dando información de un caso sin el consentimiento explicito de sus familiares más directos.
—Mire, capitán…
—Inspector, ya le dije antes que solo soy inspector.
—No se enfade, le estoy dando categoría, además, te queda bien lo de capitán, te veo — poniéndole una mano en el brazo lo tuteó de repente. Podía ser su madre, no se iba a andar con remilgos, pensó, haciéndolo callar cuando empezaba a protestar—. Mira, te lo voy a decir claro, esa criatura tiene que aparecer. Así que en vez de estar tomando cafecitos ¿por qué no estás pateando el bosque?, o el pueblo o lo que sea que haya que patear hasta que aparezca.
—Mire, doña Maruja, lo primero, no puedo ni debo darle explicaciones. Me doy cuenta que no soy santo de su devoción, pero hago mi trabajo lo mejor que puedo. No tenemos pistas. No tenemos un rastro que seguir. Por lo tanto vamos a ciegas, pero no descartamos ninguna vía de investigación. Se está montando un dispositivo. Estoy esperando que lleguen los perros y el material necesario. Los voluntarios están peinando la zona, por el momento no podemos hacer nada más.
—Sigues con tu palabrería de policía de ciudad. Resumiendo, que no tienes ni idea, vaya, mucho policía de ciudad, mucho material, muchos perros, pero na de na —se levantó Maruja y se fue rezongando para atender a los demás parroquianos y a las “marujas” de turno, que con la excusa de comprar el pan, se ponían al día las unas a las otras.
Alex salió de la panadería-cafetería con ganas de dar un puñetazo en algún sitio, eso era lo más ingrato de la profesión, por mucho que hicieras, apenas había tenido tiempo de dar una cabezada, que vale, que no era culpa de nadie, pero que encima le dijeran que no hacía nada porque estaba tomando un café. Aquella mañana lo necesitaba algo más fuerte que el de la máquina de la comisaría. Necesitaba despejarse un poco y seguir con el ritmo de trabajo que se había impuesto. Aquello lo superaba, otra vez le llegaban a la mente las palabras de su instructor: “te implicas demasiado” pero se había hecho policía para eso, para ayudar, ¿cómo hacer para no implicarse?, se preguntaba.

La mañana de Yoli no había empezado mejor. Apenas había podido cerrar los ojos en toda la noche. Se imaginaba a Ramiro en las peores circunstancias. Lo veía en un país de esos en que las vidas humanas no valen nada. Un ricachón necesitaba un trasplante de algún órgano y se lo habían cogido a su hermano. Cuando volvía a cerrar los ojos lo veía tirado en una cuneta, incluso siendo el objeto de culto de una secta y Ramiro el cordero a sacrificar para una ofrenda a algún Dios pagano. Se levantó muy temprano. Se duchó y preparó café para sus hermanos y su cuñada que todavía estaban allí. Recogió la casa y levantó a su madre para llevarla al centro de día. Gracias a Dios en pocos días le concederían una plaza en una residencia, ya que su estado cada vez era más precario. Circunstancia que le daría a ella un respiro, menos mal, pensó, si no fuera así no podría hacer todo lo que tenía pensado. Lo primero pedir unos días en la empresa donde trabajaba, si no se los daban se iría, para ella la búsqueda de su hermano era primordial. Después de eso se uniría a la investigación, decidió, aunque antes hablaría con sus hermanos. Ellos tenían que volver a sus vidas. Ella intentaría mantenerlos informados, les dijo, pero no podían dejar sus obligaciones, así que los convenció de volver a sus rutinas, aunque a regañadientes, pero lo hizo.
Pasó por la panadería de Maruja, le dijo que le hiciera un bocadillo, ya que no pensaba volver hasta que Ramiro no apareciese, y se fue directamente a comisaría. Allí estaban distribuyendo las zonas a rastrear por los voluntarios que se iban apuntando.
Fue directamente hacía el despacho de Alex, este la hizo pasar inmediatamente. Cada vez que la veía, no sabía qué le pasaba pero se alegraba, quizá más de la cuenta y en aquel momento eso era contraproducente. No había sanado todavía de su última experiencia, menos debía involucrarse con ninguna persona implicada en un caso suyo, y ese caso era suyo, eso lo tenía claro, por mucho que le hubieran dicho desde la central que si era necesario le enviarían algún especialista y, si hacía falta, también un psicólogo.
—¿Se sabe algo de mi hermano?
Alex se la quedó mirando con ternura, aquella criatura tenía algo que le deshacía los huesos, le mermaba la voluntad y lo dejaba sin habla, tanto que…
—Lo siento —tardó en contestar algo más de lo normal— esto… están llegando los perros, ya he distribuido a los voluntarios. Ahora, en cuanto lleguen los de la científica, intentaremos buscar alguna pista o alguna huella. Si recuerdas algo, por insignificante que parezca, me llamas, a la hora que sea.
Yolanda se quedó sin palabras, ella que iba pensando tirarle la caballería por encima en aquel momento no supo qué decir.
—Has debido levantarte muy temprano para que te haya dado tiempo de todo eso.
—No me he acostado. He dado una cabezada en esa butaca —señaló con la barbilla un incómodo sillón que había en una esquina de la oficina. Yolanda la miró pensando que así tenía las ojeras que tenía. Supo que algo había pasado cuando lo vio tan desaliñado, aunque tampoco esperaba eso. Las pocas veces que se habían visto, siempre iba impecable. Aunque no era el típico gentleman, sino que era una elegancia algo más de andar por casa.  Siempre lo había visto con jerseys gruesos. Hacía mucho frío en aquellas latitudes y suponía que no estaba acostumbrado. En las grandes ciudades no sabían lo que era el frío, pensaba. Sus tejanos siempre impolutos, aunque inapropiados para el clima y, lo que le sorprendía más, solía calzar mocasines. Nunca lo había visto con zapatillas deportivas o botas de montaña que era lo que usaban los hombres de por allí, y eso que imaginaba ella que para su trabajo serían más cómodas y sobre todo, llevaría los pies más calientes, sonrió, a pesar de aquellos pensamientos tan inoportunos dadas sus circunstancias, pero la vida sigue, pensó. Esto va a ser duro, Yoli, se dijo. Debes continuar, ser fuerte, no desfallecer en la búsqueda, pero tampoco negarte una sonrisa.