martes, 6 de marzo de 2018

Recuerdos


Los años no pasaban en balde, cada mañana le costaba más levantarse de la cama, no porque le gustase estar acostada, nada más lejos de la realidad, sencillamente los huesos ya no la sostenían como antes, aquella energía que emanaba de su menuda figura cada vez disminuía un poco más. Ella que había sido un torbellino en su juventud, ahora necesitaba media vida para realizar las tareas que en un par de horas habría tenido listas hacía tan solo unos años.
Aquella mañana se había levantado triste, no sabía el por qué, ni el como, ni el cuando, pero la nostalgia hacía mella en su corazón, cogió un álbum de fotos y las fue repasando una a una, pasando las arrugadas manos con ternura por cada una de ellas. Cuántos recuerdos había encerrados en aquellas páginas, enganchados con tanto mimo durante toda una vida.
Miraba un retrato y rememoraba momentos que nunca volverían, entonces pasaba el dedo por encima de los ojos, le atusaba el pelo como solía hacerlo cuando estaba con vida, se llevaba la foto a los labios y le daba un tierno beso. Pasaba otra lámina y repetía la misma operación, esta vez con otro miembro ausente ya de su vida.
—¿Por qué, Señor, te los llevaste a todos? Qué hago en este mundo, si no tengo con quién compartirlo —se preguntaba cada día de su vida desde que esta se había cebado tan cruelmente con ella.
Pasaba otra lámina y empezaba de nuevo el ritual, ojos, pelo, beso, abrazo.
Aquella mañana le costaba dejar atrás los recuerdos, eran ya demasiados años sola, sin nadie a quien hablar, a quien regañar o a quien besar cuando sale por la puerta, bueno, hablaba con la doctora de vez en cuando, se sentaba en la sala de espera una hora antes de que le tocase su turno y si no hablaba al menos escuchaba voces humanas, y de tanto en tanto alguna persona solitaria como ella entablaba conversación, aquellos eran los únicos momentos en que no pensaba demasiado, escuetos momentos en los que olvidaba lo mucho que pedía encontrarse pronto con ellos, aquellos ratitos no sabía si eran para bien o para mal, ya que al volver a casa, con una bolsa de magdalenas y un par de bricks de leche, por no cocinar muchos días pasaba con eso, se sentía más sola, y volvía a preguntarle a Dios por qué la había dejado tan sola.
Aquel día no tuvo ganas ni del vaso de leche con la magdalena que se comía para desayunar, hacía días que no tenía hambre, comía algo porque había que hacerlo, y las pastillas de la tensión, junto con los calmantes para el dolor de huesos, no le sentaban bien.
Volvió a coger el álbum y lo abrazó con fuerza, allí estaba la foto de aquella jovencita de veinticuatro años que el cáncer le arrebató siendo casi una niña, tan guapa ella, tan joven. Y la otra, la de Pepe, aquel día que hicieron aquella barbacoa para los amigos y una tormenta les impidió llegar, los perros se pusieron las botas, una tímida sonrisa brotó de sus labios, menudo fin de semana, de película, la tormenta casi inunda la casa, las carreteras quedaron inservibles y ellos aislados, fue un buen fin de semana, y los perros, asustados como gallinas, pero para comerse la carne que se mojó no se asustaron, pensaba ahora ya con una gran sonrisa al recordarlo.
Debería desayunar, ¿Había tomado las pastillas aquella mañana? No lo recordaba, bueno, seguro que no, pensó, tampoco tenía hambre, no le apetecía levantarse del sofá, ahora que había encontrado una postura cómoda y no le dolía demasiado la espalda, igual sí que se las había tomado.
No recordaba qué estaba haciendo, bueno, quizá debería desayunar, pensó de nuevo, esta memoria, nunca me acuerdo de lo que hice hace dos minutos, señor, ¿por qué estoy tan sola? Debo estar pagando algún pecado de otra vida, si no, no entiendo este castigo. Creo que ya desayuné, sí seguro, porque me he debido tomar las pastillas o me dolería la espalda mucho más, aguantar tanto dolor, ¿para qué? se preguntaba de nuevo.
Se miró las manos, unas manos nudosas con los dedos retorcidos por la artrosis, tenía una foto en la mano, la miró sorprendida, mamá, que guapa estabas en esta foto, fue de las primeras, con aquel color sepia que le había dado el tiempo, parecía una artista de cine, qué guapa estaba su madre, y eso que era mayor.
Volvió a coger el álbum y lo apretó contra el pecho, allí estaban las personas que había amado en aquella azarosa vida, su hija, su marido, su madre, a su padre nunca lo conoció, lo mataron en la guerra, aquella guerra que dividió para siempre a las familias, a su madre nunca quisieron hablarle los familiares de su padre, quizá por eso estaba tan sola, no llegó a conocer a ninguno de ellos, que estaba en el bando equivocado, decían; ¿y ellos sabían cual era el correcto? Le tocó y punto, zanjaba su madre el tema, siempre le dijo que era muy guapo su padre, que se parecía a Errol Flynn, por eso ella ¿Dónde estaba aquella foto? Bueno, seguro que salía por allí, guardaba una foto recortada de una revista y lo miraba haciéndose cuenta que era su padre, en verdad era guapo, muy guapo, ajá, sonrió al encontrar el recorte en un separador.
—Hola, mi Príncipe —le dijo al caniche que se acomodaba en su regazo— ¿dónde te habías metido? ¿Has comido, Príncipe? No recuerdo si te puse de comer, supongo que sí, o ya estarías ladrando, que no perdonas nada.
Volvió a abrazar el álbum de fotos, pasó de nuevo las rugosas manos por la portada, la que había decorado con un collage de las fotos más relevantes, así si no quería abrirlo las podía ver, cuando tenía los brotes de dolor le costaba incluso pasar las páginas.
Príncipe empezó a lamerle la cara, ella no solía dejarlo, pero en aquel momento no le molestaba, era el único que le daba un poco de calor en aquella soledad, se relajó y cerró los ojos, estaba tan cansada, daría una cabezadita antes de comer, o ¿había comido ya? ¿Qué hora sería? Pasaban tan lentos los días. Bueno, daba lo mismo, tampoco tenía hambre, se le aflojaron las manos y el álbum de fotos resbaló de su regazo, su boca se curvó hacía arriba en una mueca de felicidad, allí estaban sus seres queridos, habían venido a verla, qué ilusión, quiso llamarlos para que se acomodaran a su lado, la mano cayó laxa en el sofá.
Príncipe aulló con desesperación lamiendo sus mejillas, estuvo así largo rato, hasta que, con una carita de pena que solo pueden poner los hijos peludos, de nuevo se acomodó en su regazo.



jueves, 1 de marzo de 2018

Carnaval en Venecia

Bajó del avión a media tarde, estaba previsto que llegase en un vuelo anterior pero no pudo ser, su jefe, siempre tan exigente, no la dejaba marchar dándole las últimas instrucciones.
El hotel estaba abarrotado, no había pensado la época del año que era, carnaval, y en Venecia, lo que faltaba, “bueno”, pensó, al toro por los cuernos.
—¿Me pedirá un taxi?
Signorina, esto es Venecia, il Vaporetto hoy no está en servicio y un Traghetto será complicado encontrarlo.
—¿Cómo se supone que debo llegar a mi destino?
—Disfrute, signorina, hoy no es día de trabajo, es carnaval —contestó sonriente el recepcionista entregándole un antifaz rosa rodeado de plumas.
Salió del hotel esbozando una sonrisa, le habían dicho que los italianos se parecen mucho a los españoles, desde luego, a ninguno le molestaba una fiesta de más, pues a ella sí, sería su sangre medio alemana. Cogió el maletín, no sabía qué hacer con el antifaz, lo colgó del asa y empezó a caminar por el trocito de mini acera que bordeaba el canal, una góndola se paró a su lado, el gondolero le dijo que si quería la llevaba, que al pasajero no le importaba, se quedó pensativa un momento, pero al final accedió, tenía que llegar a su destino, no es que la esperasen con urgencia, pero no le gustaba perder tiempo, tenía que reorganizar una empresa, cuanto antes mejor.
Le dio un poco de reparo, el caballero en cuestión iba disfrazado y no dejaba entrever su aspecto, ella era desconfiada, pero en ese momento no se lo podía permitir. Subió, el personaje se levantó, la ayudó y besó su mano con afectado gesto.
Las plumas del sombrero la hicieron estornudar, pero el personaje no abrió la boca, por un momento pensó que era mudo, ella con su pobre italiano le dio una tarjeta con la dirección a la que se dirigía, Arlequín, fue el nombre que le puso mentalmente, ya que iba vestido de blanco y negro, se la dio al gondolero asintiendo.
Después de un rato surcando las cenagosas aguas del canal, la góndola se detuvo ante lo que parecía un palacio, se hacía oscuro, pero aquello no se parecía en nada al lugar donde debía ir.
Hanno arrivato a suo destino—dijo el gondolero.
—Perdone, este no es mi destino —exclamó Emma.
Nadie pareció hacerle caso, Arlequín bajó y le tendió la mano ayudándola a ella.
El corazón le palpitaba acelerado, se resistía a entrar pero al parecer no le quedaba más remedio.
Abanti, signorina.
Entró en un salón iluminado por enormes lámparas, una orquesta esperaba la orden para ejecutar sus piezas y un camarero apareció, bandeja en mano, con sendas copas de champán.
Se quedó sorprendida y alarmada, allí no había nadie más aparte de la orquesta que en aquel momento a un gesto de Arlequín empezó a tocar, ¿Dónde se había metido? Pensaba, mientras una angustia hacía presa de su garganta, intentó tomar un sorbo de champán pero con la copa en los labios lo pensó mejor, ¿y si le habían puesto algo para dominar su voluntad? Ella sabía cosas de su empresa que no podían ser desveladas, estaban preparando algo grande y el espionaje industrial todos sabemos que es capaz de cualquier cosa con tal de hacerse con la información de la que era depositaria, de ahí el viaje, tenía que estar todo listo para que cuando llegase el jefe, en un par de días, pudiera dar la noticia a la prensa.
—Gracias, no me apetece —volvió a soltar la copa en la bandeja que el camarero sostenía.
—Perdone, no sé de qué va todo esto, pero tengo que marcharme, si fuera tan amable y buscarme un medio de transporte que me lleve a mi destino se lo agradeceré, desde luego le pagaré lo que me pida —intentaba que su voz sonase de lo más normal, pero sabía que no era así, las palabras le salían entrecortadas y el tono más agudo de lo habitual. Estaba aterrorizada, aquello parecía un secuestro, pero en qué secuestro te ponen música de orquesta, te reciben con champán y te invitan a bailar, se decía, mientras el desasosiego era cada vez más fuerte, pensó que si seguía allí le daría un ataque de ansiedad, si es que ¿por qué no le había hecho caso al recepcionista del hotel? Debería haberse puesto el antifaz y haberse mezclado entre la gente, disfrutando de la celebración y olvidarse por una vez de ser tan jodidamente responsable.
Signorina, acepte la copa, per favore, le va ha hacer falta —decía el musculoso camarero.
¿Qué le iba a hacer falta? Dios, aquello se estaba pasando de rosca, ¿dónde se había metido?, se le aceleró el pulso, intentó parecer tranquila aunque sabía que con los nervios que tenía aquello era imposible, se giró mirando en derredor a ver si había una posible vía de escape por algún lado, nada, imposible, las puertaventanas que daban al jardín estaban todas cerradas, y en la puerta estaba, como un poste el mayordomo, un armario ropero del tamaño del primo de Zumosol.
Emma estaba al borde de las lágrimas, no era lo normal en ella, siempre le decían que sabía controlar sus emociones, que su carácter era muy teutón en ese sentido, pero aquello no se parecía en nada a lidiar con trabajadores malhumorados o con un jefe adicto al trabajo, aquello, aquello… se desmoronó, llegó como pudo a una silla, se sentó evitando que las piernas le fallaran. La orquesta seguía tocando baladas románticas ajena a su desconcierto.
Arlequín se acercó a ella, le tendió una mano en el típico gesto de sacarla a bailar, ella negó con la cabeza y con los ojos vidriosos suplicó que la dejara marchar.
—Relájate, trabajas demasiado, esto es una muestra de lo que vales para la empresa —dijo Arlequín con una voz familiar—, no es nada, comparado con lo que vales sobre todo para mí.

Se quitó la máscara dejando al descubierto su identidad, Emma quiso matarlo allí mismo, con sus propias manos, pero en lugar de eso, se desmayó. 


Necesidad de ti


Llevo demasiados días sin verla, estoy seguro que debe estar molesta conmigo, pensaba Jaime sentado en su oficina y notando como el deseo se abría paso en sus venas.
No se lo pensó más, la necesidad de abrazarla, de besarla, de tenerla entre sus brazos era superior a sus fuerzas, llevaba días disperso, las montañas de trabajo se acumulaban sobre la mesa de su escritorio y no era capaz de darles salida, no se lo pensó dos veces, ni siquiera la llamaría, se presentaría en su casa, cuándo lo viese seguro que no le tiraría la caballería encima. Al llegar casi a la puerta de su casa recordó que a dos calles había una coctelería en la que preparaban aquellos alexander que a ella tanto le gustaban, sería la manera de hacerse perdonar la ausencia y el no haberla llamado en unos cuantos días.
Con el cóctel en la mano llamó al timbre y solo pensar lo que le esperaba en cuanto ella le abriese la puerta una sonrisa se instaló en su cara, la primera idea había sido camuflarse detrás de un enorme ramo de rosas, pero estaba seguro que le diría que aquello estaba muy trillado, por eso pensó que el cóctel la pillaría por sorpresa y eso era precisamente lo que él buscaba aquella tarde, darle una mayúscula sorpresa, se la merecía por toda la paciencia que tenía con él.
Cuando Rhona abrió la puerta en lo primero que se fijó fue en sus ojos, estaba triste y sabía que él era el culpable, así que la compensaría en la medida de lo posible, y tenía unas ganas locas de compensarla, de hacerla feliz como a ella le gustaba, aunque ella seguro que pensaría que lo hacía por egoísmo, pero nada más lejos de la realidad, lo hacía por los dos, tampoco era cuestión de mentirse a sí mismo.
Le encantó la manera en que ella atrapó la copa entre sus manos, la forma de sorber el cóctel con la pajita, el primer trago pasando por su garganta y el regusto que le dejó al besarlo.
—No te imaginas las ganas que tenía de verte —le dijo.
Rhona le contestó si solo de verla, ¿cómo podía poner en duda las ganas que tenía siempre de ella? Pero si era obvio, había dejado el despacho diciéndole a la secretaria que si alguien preguntaba estaba reunido, algo que no solía hacer nunca, el trabajo era lo primero, aunque Rhona cada vez se le metía más adentro, dichosa crisis que no le permitía delegar más. Se dejó arrastrar de la corbata, eso le gustaba, le encendía que ella se mostrase un poquito salvaje en alguna ocasión, así demostraba ella que tenía tantas ganas como él, la tarde prometía.
Encendió unas velas que enardecieron más aún si eso era posible las ganas que tenía, si por él hubiera sido habría pasado de preliminares, pero eso era imposible, a las mujeres les gustaban y esta era especialista en ellos, debía ser sincero con él mismo, también le gustaban cómo le ponía cuando lo arrastraba de la mano para llevarlo a la ducha, el chorro del agua caliente mojando sus cuerpos, esa sensación cuando le pasaba el gel, afrodisíaco según ella, cosa que no necesitaba, pero reconocía que olía bien, y no sería el gel, pero la sensación mientras sus manos lo enjabonaban estaba consiguiendo que lo creyese, y le dijo cursi porque dibujó un corazón en la mampara de la ducha, más cursi había sido él al meterse en la cama abrazarla por detrás y decirle que no necesitaba nada más, y en realidad así era, cómo le gustaba el roce, piel con piel, qué sensación tan maravillosa. Se hubiera quedado la vida entera así, hasta tuvo la osadía de decírselo, y ella se revolvió mimosa ajustando más si cabía su silueta a la de él, lástima de aquella llamada, ¿por qué tenía la sensación que su mujer tenía un radar para saber cuando estaba con ella?