viernes, 20 de julio de 2018

Cita de trabajo


—¿Hay alguien? —preguntó al ver que el cuarto estaba vacío.
No obtuvo ninguna respuesta. Empujó la puerta, esta cedió y ella asomó la cabeza, no vio nada, solo polvo y desolación. Parecía como si allí nunca hubiese habitado nadie, sin embargo la mesa estaba puesta para dos comensales. Miró el papel que llevaba en la mano. Salió a la calle y volvió a mirar el número, la dirección era correcta, no entendía nada.
—¡¡Holaa!! —gritó un poco más fuerte, pero no acudía nadie. Qué extraño, pensaba, para qué me citan aquí si luego no se presentan. Necesito este trabajo, pero la casa me da grima, parece una casa encantada de las que salen en las películas de terror, y eso sí que no, con lo cagueta que soy, se repetía precisamente para infundirse valor.
Entró de nuevo. Al fondo había una puerta, pensó que a lo mejor la persona que la citó no se había dado cuenta de la hora, aunque mirando aquella zahúrda no sabía si haría bien en coger aquel trabajo, todo parecía llevar mucho tiempo sin que le pasaran un trapo, todo no, se dijo, la mesa estaba puesta de un modo impecable y vajilla y cubertería relucían, así que alguien tuvo que hacerlo.
De pronto apareció una especie de mayordomo con una mesita auxiliar en la que llevaba una sopera de la que emanaba un aroma delicioso, aunque con el calor que hacía la verdad era que no apetecía mucho. Entró, se paró delante de la mesa y empezó a colocar los platos como si ella no estuviera, como si fuera transparente.
—Oiga, por favor —se dirigió al mayordomo sin obtener respuesta alguna—, ¿me puede prestar un poco de atención? Será solo un momento.
Silencio fue lo único que obtuvo de él hasta que empezó a sonar una música al fondo, si no estaba equivocada era un allegro de Bach, el concierto nº 5 en Re Mayor, aquello era surrealista ¿Qué estaba pasando allí? ¿Se estaban riendo de ella? No quería estar más tiempo dentro de aquella habitación. Dio media vuelta sobre sus pasos y se dirigió a la salida.
La mano del mayordomo cogió el pomo de la puerta, pensando ella que le franquearía el paso, pero la sorpresa fue mayúscula cuando lo que hizo fue darle media vuelta y cerrar con llave.
—La persona que entra en este cuarto, no sale —oyó una voz de ultratumba.
Se asustó, ahora sí lo estaba de verdad. Ella había aceptado un trabajo por Internet, no un secuestro, que era lo que aquello parecía. El corazón le bombeaba a mil. El sudor corría por sus sienes y le empezó a faltar el aire, aquello no podía ser cierto, ella sólo había respondido a un anuncio en el que buscaban niñera.
Una puerta chirrió al fondo. No vio salir ni entrar a nadie. Algo le rozó el brazo y ella  tembló de pies a cabeza. Una mano se posó en su hombro y la obligó a sentarse. Más que una mano parecía una garra. La estancia estaba en penumbra. El terror se estaba apoderando de ella. El aire no entraba en sus pulmones cuando el mayordomo empezó a servirle la sopa, el olor para nada casaba con el aspecto, un líquido oscuro y viscoso. Se echó hacía atrás y crujió la silla. La mano del mayordomo la colocó en su sitio de un empellón, se le cortó de golpe el hilo de aire que con tanta dificultad llegaba a sus pulmones.
Frente a ella apareció un bebé sin saber cómo ni de dónde. El bebé era raro, sus movimientos eran lentos, pesados, mecánicos. Lo miró con atención y le pareció un muñeco de esos que parecen reales. Le produjo grima, alargó la mano para tocarlo y este empezó a llorar. El llanto era enlatado, eso sí lo notó a la primera. ¿A qué venía aquella broma macabra?, si es que lo era. Los nervios estaban a punto de estallarle. La ansiedad había hecho presa de ella.
—Debes acunar al bebé —sonó la voz de nuevo—, necesitamos saber si serás una buena nurse.
—Perdón, pero creo que no me interesa el trabajo —dijo sollozando con un  casi imperceptible hilo de voz.
—Entonces no se hable más, eres libre.
De pronto se encendieron todas las luces, aparecieron globos y serpentinas.
—¡¡Felicidades!! —Corearon los que suponía eran sus amigos apareciendo de un falso decorado.
Es una broma de cumpleaños, le explicaron al cogerla del suelo casi desmayada del susto ¿Porque es hoy  tu cumpleaños, no?



martes, 6 de marzo de 2018

Recuerdos


Los años no pasaban en balde, cada mañana le costaba más levantarse de la cama, no porque le gustase estar acostada, nada más lejos de la realidad, sencillamente los huesos ya no la sostenían como antes, aquella energía que emanaba de su menuda figura cada vez disminuía un poco más. Ella que había sido un torbellino en su juventud, ahora necesitaba media vida para realizar las tareas que en un par de horas habría tenido listas hacía tan solo unos años.
Aquella mañana se había levantado triste, no sabía el por qué, ni el como, ni el cuando, pero la nostalgia hacía mella en su corazón, cogió un álbum de fotos y las fue repasando una a una, pasando las arrugadas manos con ternura por cada una de ellas. Cuántos recuerdos había encerrados en aquellas páginas, enganchados con tanto mimo durante toda una vida.
Miraba un retrato y rememoraba momentos que nunca volverían, entonces pasaba el dedo por encima de los ojos, le atusaba el pelo como solía hacerlo cuando estaba con vida, se llevaba la foto a los labios y le daba un tierno beso. Pasaba otra lámina y repetía la misma operación, esta vez con otro miembro ausente ya de su vida.
—¿Por qué, Señor, te los llevaste a todos? Qué hago en este mundo, si no tengo con quién compartirlo —se preguntaba cada día de su vida desde que esta se había cebado tan cruelmente con ella.
Pasaba otra lámina y empezaba de nuevo el ritual, ojos, pelo, beso, abrazo.
Aquella mañana le costaba dejar atrás los recuerdos, eran ya demasiados años sola, sin nadie a quien hablar, a quien regañar o a quien besar cuando sale por la puerta, bueno, hablaba con la doctora de vez en cuando, se sentaba en la sala de espera una hora antes de que le tocase su turno y si no hablaba al menos escuchaba voces humanas, y de tanto en tanto alguna persona solitaria como ella entablaba conversación, aquellos eran los únicos momentos en que no pensaba demasiado, escuetos momentos en los que olvidaba lo mucho que pedía encontrarse pronto con ellos, aquellos ratitos no sabía si eran para bien o para mal, ya que al volver a casa, con una bolsa de magdalenas y un par de bricks de leche, por no cocinar muchos días pasaba con eso, se sentía más sola, y volvía a preguntarle a Dios por qué la había dejado tan sola.
Aquel día no tuvo ganas ni del vaso de leche con la magdalena que se comía para desayunar, hacía días que no tenía hambre, comía algo porque había que hacerlo, y las pastillas de la tensión, junto con los calmantes para el dolor de huesos, no le sentaban bien.
Volvió a coger el álbum y lo abrazó con fuerza, allí estaba la foto de aquella jovencita de veinticuatro años que el cáncer le arrebató siendo casi una niña, tan guapa ella, tan joven. Y la otra, la de Pepe, aquel día que hicieron aquella barbacoa para los amigos y una tormenta les impidió llegar, los perros se pusieron las botas, una tímida sonrisa brotó de sus labios, menudo fin de semana, de película, la tormenta casi inunda la casa, las carreteras quedaron inservibles y ellos aislados, fue un buen fin de semana, y los perros, asustados como gallinas, pero para comerse la carne que se mojó no se asustaron, pensaba ahora ya con una gran sonrisa al recordarlo.
Debería desayunar, ¿Había tomado las pastillas aquella mañana? No lo recordaba, bueno, seguro que no, pensó, tampoco tenía hambre, no le apetecía levantarse del sofá, ahora que había encontrado una postura cómoda y no le dolía demasiado la espalda, igual sí que se las había tomado.
No recordaba qué estaba haciendo, bueno, quizá debería desayunar, pensó de nuevo, esta memoria, nunca me acuerdo de lo que hice hace dos minutos, señor, ¿por qué estoy tan sola? Debo estar pagando algún pecado de otra vida, si no, no entiendo este castigo. Creo que ya desayuné, sí seguro, porque me he debido tomar las pastillas o me dolería la espalda mucho más, aguantar tanto dolor, ¿para qué? se preguntaba de nuevo.
Se miró las manos, unas manos nudosas con los dedos retorcidos por la artrosis, tenía una foto en la mano, la miró sorprendida, mamá, que guapa estabas en esta foto, fue de las primeras, con aquel color sepia que le había dado el tiempo, parecía una artista de cine, qué guapa estaba su madre, y eso que era mayor.
Volvió a coger el álbum y lo apretó contra el pecho, allí estaban las personas que había amado en aquella azarosa vida, su hija, su marido, su madre, a su padre nunca lo conoció, lo mataron en la guerra, aquella guerra que dividió para siempre a las familias, a su madre nunca quisieron hablarle los familiares de su padre, quizá por eso estaba tan sola, no llegó a conocer a ninguno de ellos, que estaba en el bando equivocado, decían; ¿y ellos sabían cual era el correcto? Le tocó y punto, zanjaba su madre el tema, siempre le dijo que era muy guapo su padre, que se parecía a Errol Flynn, por eso ella ¿Dónde estaba aquella foto? Bueno, seguro que salía por allí, guardaba una foto recortada de una revista y lo miraba haciéndose cuenta que era su padre, en verdad era guapo, muy guapo, ajá, sonrió al encontrar el recorte en un separador.
—Hola, mi Príncipe —le dijo al caniche que se acomodaba en su regazo— ¿dónde te habías metido? ¿Has comido, Príncipe? No recuerdo si te puse de comer, supongo que sí, o ya estarías ladrando, que no perdonas nada.
Volvió a abrazar el álbum de fotos, pasó de nuevo las rugosas manos por la portada, la que había decorado con un collage de las fotos más relevantes, así si no quería abrirlo las podía ver, cuando tenía los brotes de dolor le costaba incluso pasar las páginas.
Príncipe empezó a lamerle la cara, ella no solía dejarlo, pero en aquel momento no le molestaba, era el único que le daba un poco de calor en aquella soledad, se relajó y cerró los ojos, estaba tan cansada, daría una cabezadita antes de comer, o ¿había comido ya? ¿Qué hora sería? Pasaban tan lentos los días. Bueno, daba lo mismo, tampoco tenía hambre, se le aflojaron las manos y el álbum de fotos resbaló de su regazo, su boca se curvó hacía arriba en una mueca de felicidad, allí estaban sus seres queridos, habían venido a verla, qué ilusión, quiso llamarlos para que se acomodaran a su lado, la mano cayó laxa en el sofá.
Príncipe aulló con desesperación lamiendo sus mejillas, estuvo así largo rato, hasta que, con una carita de pena que solo pueden poner los hijos peludos, de nuevo se acomodó en su regazo.



jueves, 1 de marzo de 2018

Carnaval en Venecia

Bajó del avión a media tarde, estaba previsto que llegase en un vuelo anterior pero no pudo ser, su jefe, siempre tan exigente, no la dejaba marchar dándole las últimas instrucciones.
El hotel estaba abarrotado, no había pensado la época del año que era, carnaval, y en Venecia, lo que faltaba, “bueno”, pensó, al toro por los cuernos.
—¿Me pedirá un taxi?
Signorina, esto es Venecia, il Vaporetto hoy no está en servicio y un Traghetto será complicado encontrarlo.
—¿Cómo se supone que debo llegar a mi destino?
—Disfrute, signorina, hoy no es día de trabajo, es carnaval —contestó sonriente el recepcionista entregándole un antifaz rosa rodeado de plumas.
Salió del hotel esbozando una sonrisa, le habían dicho que los italianos se parecen mucho a los españoles, desde luego, a ninguno le molestaba una fiesta de más, pues a ella sí, sería su sangre medio alemana. Cogió el maletín, no sabía qué hacer con el antifaz, lo colgó del asa y empezó a caminar por el trocito de mini acera que bordeaba el canal, una góndola se paró a su lado, el gondolero le dijo que si quería la llevaba, que al pasajero no le importaba, se quedó pensativa un momento, pero al final accedió, tenía que llegar a su destino, no es que la esperasen con urgencia, pero no le gustaba perder tiempo, tenía que reorganizar una empresa, cuanto antes mejor.
Le dio un poco de reparo, el caballero en cuestión iba disfrazado y no dejaba entrever su aspecto, ella era desconfiada, pero en ese momento no se lo podía permitir. Subió, el personaje se levantó, la ayudó y besó su mano con afectado gesto.
Las plumas del sombrero la hicieron estornudar, pero el personaje no abrió la boca, por un momento pensó que era mudo, ella con su pobre italiano le dio una tarjeta con la dirección a la que se dirigía, Arlequín, fue el nombre que le puso mentalmente, ya que iba vestido de blanco y negro, se la dio al gondolero asintiendo.
Después de un rato surcando las cenagosas aguas del canal, la góndola se detuvo ante lo que parecía un palacio, se hacía oscuro, pero aquello no se parecía en nada al lugar donde debía ir.
Hanno arrivato a suo destino—dijo el gondolero.
—Perdone, este no es mi destino —exclamó Emma.
Nadie pareció hacerle caso, Arlequín bajó y le tendió la mano ayudándola a ella.
El corazón le palpitaba acelerado, se resistía a entrar pero al parecer no le quedaba más remedio.
Abanti, signorina.
Entró en un salón iluminado por enormes lámparas, una orquesta esperaba la orden para ejecutar sus piezas y un camarero apareció, bandeja en mano, con sendas copas de champán.
Se quedó sorprendida y alarmada, allí no había nadie más aparte de la orquesta que en aquel momento a un gesto de Arlequín empezó a tocar, ¿Dónde se había metido? Pensaba, mientras una angustia hacía presa de su garganta, intentó tomar un sorbo de champán pero con la copa en los labios lo pensó mejor, ¿y si le habían puesto algo para dominar su voluntad? Ella sabía cosas de su empresa que no podían ser desveladas, estaban preparando algo grande y el espionaje industrial todos sabemos que es capaz de cualquier cosa con tal de hacerse con la información de la que era depositaria, de ahí el viaje, tenía que estar todo listo para que cuando llegase el jefe, en un par de días, pudiera dar la noticia a la prensa.
—Gracias, no me apetece —volvió a soltar la copa en la bandeja que el camarero sostenía.
—Perdone, no sé de qué va todo esto, pero tengo que marcharme, si fuera tan amable y buscarme un medio de transporte que me lleve a mi destino se lo agradeceré, desde luego le pagaré lo que me pida —intentaba que su voz sonase de lo más normal, pero sabía que no era así, las palabras le salían entrecortadas y el tono más agudo de lo habitual. Estaba aterrorizada, aquello parecía un secuestro, pero en qué secuestro te ponen música de orquesta, te reciben con champán y te invitan a bailar, se decía, mientras el desasosiego era cada vez más fuerte, pensó que si seguía allí le daría un ataque de ansiedad, si es que ¿por qué no le había hecho caso al recepcionista del hotel? Debería haberse puesto el antifaz y haberse mezclado entre la gente, disfrutando de la celebración y olvidarse por una vez de ser tan jodidamente responsable.
Signorina, acepte la copa, per favore, le va ha hacer falta —decía el musculoso camarero.
¿Qué le iba a hacer falta? Dios, aquello se estaba pasando de rosca, ¿dónde se había metido?, se le aceleró el pulso, intentó parecer tranquila aunque sabía que con los nervios que tenía aquello era imposible, se giró mirando en derredor a ver si había una posible vía de escape por algún lado, nada, imposible, las puertaventanas que daban al jardín estaban todas cerradas, y en la puerta estaba, como un poste el mayordomo, un armario ropero del tamaño del primo de Zumosol.
Emma estaba al borde de las lágrimas, no era lo normal en ella, siempre le decían que sabía controlar sus emociones, que su carácter era muy teutón en ese sentido, pero aquello no se parecía en nada a lidiar con trabajadores malhumorados o con un jefe adicto al trabajo, aquello, aquello… se desmoronó, llegó como pudo a una silla, se sentó evitando que las piernas le fallaran. La orquesta seguía tocando baladas románticas ajena a su desconcierto.
Arlequín se acercó a ella, le tendió una mano en el típico gesto de sacarla a bailar, ella negó con la cabeza y con los ojos vidriosos suplicó que la dejara marchar.
—Relájate, trabajas demasiado, esto es una muestra de lo que vales para la empresa —dijo Arlequín con una voz familiar—, no es nada, comparado con lo que vales sobre todo para mí.

Se quitó la máscara dejando al descubierto su identidad, Emma quiso matarlo allí mismo, con sus propias manos, pero en lugar de eso, se desmayó. 


Necesidad de ti


Llevo demasiados días sin verla, estoy seguro que debe estar molesta conmigo, pensaba Jaime sentado en su oficina y notando como el deseo se abría paso en sus venas.
No se lo pensó más, la necesidad de abrazarla, de besarla, de tenerla entre sus brazos era superior a sus fuerzas, llevaba días disperso, las montañas de trabajo se acumulaban sobre la mesa de su escritorio y no era capaz de darles salida, no se lo pensó dos veces, ni siquiera la llamaría, se presentaría en su casa, cuándo lo viese seguro que no le tiraría la caballería encima. Al llegar casi a la puerta de su casa recordó que a dos calles había una coctelería en la que preparaban aquellos alexander que a ella tanto le gustaban, sería la manera de hacerse perdonar la ausencia y el no haberla llamado en unos cuantos días.
Con el cóctel en la mano llamó al timbre y solo pensar lo que le esperaba en cuanto ella le abriese la puerta una sonrisa se instaló en su cara, la primera idea había sido camuflarse detrás de un enorme ramo de rosas, pero estaba seguro que le diría que aquello estaba muy trillado, por eso pensó que el cóctel la pillaría por sorpresa y eso era precisamente lo que él buscaba aquella tarde, darle una mayúscula sorpresa, se la merecía por toda la paciencia que tenía con él.
Cuando Rhona abrió la puerta en lo primero que se fijó fue en sus ojos, estaba triste y sabía que él era el culpable, así que la compensaría en la medida de lo posible, y tenía unas ganas locas de compensarla, de hacerla feliz como a ella le gustaba, aunque ella seguro que pensaría que lo hacía por egoísmo, pero nada más lejos de la realidad, lo hacía por los dos, tampoco era cuestión de mentirse a sí mismo.
Le encantó la manera en que ella atrapó la copa entre sus manos, la forma de sorber el cóctel con la pajita, el primer trago pasando por su garganta y el regusto que le dejó al besarlo.
—No te imaginas las ganas que tenía de verte —le dijo.
Rhona le contestó si solo de verla, ¿cómo podía poner en duda las ganas que tenía siempre de ella? Pero si era obvio, había dejado el despacho diciéndole a la secretaria que si alguien preguntaba estaba reunido, algo que no solía hacer nunca, el trabajo era lo primero, aunque Rhona cada vez se le metía más adentro, dichosa crisis que no le permitía delegar más. Se dejó arrastrar de la corbata, eso le gustaba, le encendía que ella se mostrase un poquito salvaje en alguna ocasión, así demostraba ella que tenía tantas ganas como él, la tarde prometía.
Encendió unas velas que enardecieron más aún si eso era posible las ganas que tenía, si por él hubiera sido habría pasado de preliminares, pero eso era imposible, a las mujeres les gustaban y esta era especialista en ellos, debía ser sincero con él mismo, también le gustaban cómo le ponía cuando lo arrastraba de la mano para llevarlo a la ducha, el chorro del agua caliente mojando sus cuerpos, esa sensación cuando le pasaba el gel, afrodisíaco según ella, cosa que no necesitaba, pero reconocía que olía bien, y no sería el gel, pero la sensación mientras sus manos lo enjabonaban estaba consiguiendo que lo creyese, y le dijo cursi porque dibujó un corazón en la mampara de la ducha, más cursi había sido él al meterse en la cama abrazarla por detrás y decirle que no necesitaba nada más, y en realidad así era, cómo le gustaba el roce, piel con piel, qué sensación tan maravillosa. Se hubiera quedado la vida entera así, hasta tuvo la osadía de decírselo, y ella se revolvió mimosa ajustando más si cabía su silueta a la de él, lástima de aquella llamada, ¿por qué tenía la sensación que su mujer tenía un radar para saber cuando estaba con ella?



miércoles, 17 de enero de 2018

Una travesía accidentada

El regalo de aquel cumpleaños tenía que ser sonado, estaba decidida a que su madre, la persona más abnegada del mundo, tuviese aquello que toda su vida había deseado y, que por unas circunstancias u otras, nunca había podido lograr, así que sacó todos los ahorros de su vida y le compró aquel barquito que ella siempre contemplaba, con nostalgia, desde la ventana de su habitación con la melancolía de la edad y los sueños incumplidos.
Se hacía mayor y su vida había sido un constante trabajar. Primero, la postguerra la dejó huérfana de padre muy joven, así que como era la mayor de los diez hermanos, le tocó sacarlos adelante. En aquella época no había tele, decían ya de mayores cuando se referían a aquellos tiempos, para reír a continuación los niños escuchando a sus mayores y poner la imaginación a volar suponiendo mil maneras en que sus abuelos se “entretenían” sin la tele para tener tantos hijos, no sabían de la misa la mitad. Entonces el sexo no era cosa de dos, era cosa del marido sin importar demasiado si la mujer no tenía ganas, si de verdad le dolía la cabeza, o era por su brusca manera de poseerla, sin pensar en lo que ella quería o necesitaba, sin unos besos o caricias para calentar el ambiente, sencillamente tomaban lo que según ellos les pertenecía, sin importar demasiado la opinión de la persona que tenían al lado, y ojo, la mayoría no lo hacían porque no las quisieran, tampoco entendían otra manera, era lo que el cura les decía, a ellas, que tenían que obedecer en todo a sus maridos, a ellos, que eran de su propiedad, incluso las madres a la hora de casarlas les daban igual consejo, así que pasaban la vida obedeciendo y sin rechistar, porque era lo que les había tocado, y si el marido entregaba el sueldo íntegro en casa y no se lo gastaba en la cantina, tenían suerte, era un buen marido.
Pero por bueno que fuera su marido, que lo fue, el día que aquel fatídico accidente se lo llevó dejándola viuda casi tan joven como lo había sido su abuela, no se entristeció demasiado.
Para su madre la suerte había sido que las cosas no eran como en los tiempos de su abuela y ella solo tuvo cuatro hijos, tampoco le había dado mucho más tiempo, su marido era marino y entre travesía y travesía le hacía un niño, o más bien una niña, buscando el niño, que decían antes, así se cargaban de hijos, si no era el niño era la niña, o buscaban la parejita, y si no, era un “accidente” y la mujer siempre estaba sometida a los deseos del hombre de la casa.
Estos eran otros tiempos, y María Dolores, o Mariloli como la llamaban familiarmente, veía a su madre siempre detrás de la ventana, con la mirada perdida en algún punto del horizonte, siempre desde que tenía uso de razón le notaba aquella triste mirada, sobre todo cuando pensaba que nadie la veía, ella le preguntó en infinidad de ocasiones pero su madre siempre adujo que eran tonterías de juventud, y no dio nunca una explicación directa o satisfactoria del por qué de aquella tristeza infinita.
Mariloli al principio pensaba que podía ser por su padre, pero sus padres no habían sido especialmente cariñosos el uno con el otro, los dos eran buenos a su manera, su madre al estar siempre en casa era más cariñosa con sus hijos. Su padre, siempre de travesía en travesía, cuando volvía, a veces incluso intercambiaba el nombre de alguno de sus hermanos pequeños, cosa que a su madre le molestaba enormemente, por eso ella siempre estuvo pendiente de su madre que, aunque de aspecto frágil, era una mujer muy fuerte, no habría podido sobrellevar tanta carga de no serlo, madre muy joven, sin ayuda de nadie, ya que a su padre al poco de casarse lo trasladaron de puerto y se fueron los dos solos, sin familia ninguna a la que acudir en momentos difíciles y los hubo, luego vinieron los hijos, Mariloli fue la primera y se llevaban el que más un par de años, en menos de nueve años, que fue lo que duró su matrimonio, fueron familia numerosa, de las de antes, que ahora con tres ya lo son, después, con la pequeña de pecho todavía, el accidente. El barco de su padre sufrió un terrible incendio y en mitad del mar en una espantosa deflagración se deshizo en pedazos de chatarra y víctimas humanas, no sobrevivió nadie.
Ella era muy pequeña y prácticamente no recordaba nada de todo aquello, solo recordaba vagamente a sus dos abuelas, que llegaron desde dos puntos muy diferentes de la geografía española, a hacerse cargo de todo, cada una quería llevar a su casa a alguno de sus nietos, creían que “la Consuelito”, como llamaban a su madre por su aspecto aniñado, no iba a ser capaz de sacar adelante a cuatro criaturas ella sola, sin el apoyo de su marido, decían, pero ella se negó en redondo, su casa estaba allí, y allí se quedaría ella con sus hijas.
De aquello habían pasado más de treinta años y Consuelo seguía con la misma mirada perdida en la ventana de su casa, la que daba al rompeolas.
—Feliz cumpleaños, mamá —dio dos besos Mariloli a su madre dándole un sobre como regalo.
—Te has acordado, gracias mi amor —contestó como si se hubiese olvidado alguna vez.
—Mamá, ¡cómo crees que me voy a olvidar de algo tan importante!
Consuelo sacudió la mano delante de ella con un bah, no hacía falta que me trajeses nada y, un sobre, miedo me da, no quería abrirlo, tenía la sospecha que su hija algún día le hiciera algún regalo que no mereciese, ella solo había hecho lo que pudo con ellas, y ellas le habían salido buenas hijas, las tres menores bien casadas, que decía ella, la mayor no, con la mayor tenía una espinita clavada, había salido con un par de chicos de jovencita pero ninguno fue de su completo agrado, y ella se hacía mayor y no quería que se quedase sola, las cosas ahora no eran como antes, pero una mujer sola…
—¿Qué piensas mamá? —preguntó de pronto Mariloli.
—En que deberías buscarte un marido, o una pareja como decís ahora, pero alguien que te haga compañía.
—Mamá, no vuelvas con lo mismo, sabes que soy feliz sola, no necesito a ningún hombre en mi vida si no es para pasarlo bien, jajaja.
—Los años pasan, y llega un momento que la soledad te invade y es bueno compartirla con alguien.
—Y ¿por qué no te has buscado tú alguien? Llevas sola prácticamente toda la vida, aplícate el cuento —respondía siempre de la misma forma, haciendo callar a su madre.
Consuelo abrió el sobre con manos temblorosas, un sobre demasiado grande para ser un cheque regalo del Corte Inglés, pensaba, esta hija mía siempre sacando los pies del plato. Sacó los documentos y no entendía bien qué significaba todo aquello, parecía una escritura de compra venta.
Mariloli la miraba con ojos embelesados pensando que su madre sería la mujer más feliz del mundo, pero al ver la cara de espanto que había puesto se quedó petrificada.
—¿Qué significa esto? —preguntó su madre con una voz que ella casi no reconocía.
—Es tu regalo, mamá, siempre miras aquel barquito del muelle, creo que te recuerda a papá, por eso he pensado regalártelo, para que puedas subir y estar más cerca de él.
—¡Qué sabrás tú! —espetó con una rabia que dejó a su hija muda.
—Qué tengo que saber, mamá —preguntó cuando pudo articular las palabras.
—Perdona, hija, no debí decir eso —quiso rectificar, pero su hija había visto una faceta de ella completamente desconocida.
—Si no he acertado con el regalo lo siento, pero creo que te ha salido de muy adentro esa exclamación, así que no te vas a escapar de que me des una explicación.
—No hay nada que explicar, son cosas de vieja —intentó zanjar el tema.
—Odio los barcos, solo eso, no entiendo de dónde has sacado que me gustasen.
—Pero si te pasas la vida contemplándolo, yo pensé…
—Ese es tu problema, todo lo das por supuesto, siempre te he dicho que no me gustaba hablar de aquella época, pero nunca me lo has respetado, siempre queriendo hurgar en mi pasado —se quejaba Consuelo con una intensa rabia en la mirada.
María Dolores no entendía nada, toda la vida pensando que su madre sentía nostalgia o que añoraba a su padre de alguna manera y ahora ella le salía con aquella furia, con una ira de la que su madre nunca había hecho gala, siempre había sido una mujer cariñosa y amable.
Consuelo después de decirle a su hija que se sentara y la esperase se fue a la cocina, preparó café y unas pastas, lo sirvió y con toda la parsimonia que le daba una edad en la que las prisas habían dejado de tener sentido,  se sentó frente a su hija y empezó a relatar su historia, algo tan inverosímil como ella misma, en aquel momento escuchaba a su madre hablar y no la conocía, aquella mujer no podía ser su madre.
—Tú eres una mentira, ahora ya lo sabes —terminó Consuelo su relato.
María Dolores se quedó muda, había estado viviendo una mentira toda su vida y su madre se lo acababa de decir como si no pasara nada, como si ella no contase para nada. Cómo encajar que su padre no era su padre, que su madre estaba enamorada de otro hombre, un marinero compañero de su esposo, que la había enamorado sabiendo que tenía otra familia, que le hizo creer que se fugarían juntos, que la esperaría en el barco, un barco al que el marinero nunca subió. Consuelo se quedó esperando desolada, con un incipiente embarazo del que nadie sabía nada, ni siquiera el padre de la criatura.
A Consuelo se le cayó el mundo encima al acercarse el mejor amigo de su enamorado que venía a entregarle una nota de despedida, con un escueto “Lo siento”, al leerlo, Consuelo se desmayó y cuando despertó estaba en un dispensario de la cruz roja, donde le dijeron lo que ya sabía, Agustín que así se llamaba el que la socorrió se apiado de ella y le propuso matrimonio, ella por el qué dirán aceptó, y consintió vivir aquella mentira, Agustín no fue un mal marido, pero ella nunca pudo perdonarse haber sido tan ingenua, intentó llevar una vida lo más normal posible, pero la rabia del engaño nunca pudo superarla, amaba a su hija tanto como a las otras, pero odiaba al padre de esta y cada vez que miraba aquel barco era para no olvidar que vivía para odiar.
Teresa Mateo