miércoles, 28 de octubre de 2020

El almacén

 

—¿Hay alguien? —Gritó la señora al encontrarse la tienda solitaria.

Nada, nadie respondió. Esperó unos minutos pero nadie acudía a su llamada. Se aventuró a entrar y dar una vuelta por todo el local. Allí no parecía haber ser humano alguno. Aquello era bastante raro, puesto que los dueños no eran precisamente personas confiadas. Recorrió toda la tienda de arriba abajo. Todo parecía en orden, excepto un par de sacos de semillas que se habían volcado y  vertido parte de su contenido al suelo. La buena mujer tenía prisa y necesitaba unas plantas para el jardín, al ver que la puerta del almacén estaba abierta se aventuró a dar otra voz a ver si por fin aparecían por allí los dueños.

—¿Hay alguien? —Repitió por no sabía cuantas veces, y ahora lo había hecho a voz en grito. Allí tampoco parecía que hubiera nadie. Estaba oscuro como boca de lobo. Tanteó la pared buscando un interruptor o algo que diera un poco de luz, aunque fuera una linterna. ¡Eso era! Qué tonta. Sacó el móvil y apuntó con la luz del aparato al interior del almacén.

Al dar unos cuantos pasos se encontró con unos escalones que no había visto antes. Bajó con toda la precaución que pudo ya que el suelo estaba cargado de humedad y estaba resbaladizo. Sólo le faltaba caerse, pensó. Agarrándose a una áspera pared bajó los cuatro peldaños que la separaban del almacén. Una arcada le revolvió el estómago, del interior emanaba un hedor insoportable. Irrespirable. Aquel lugar parecía que no se hubiese limpiado en años. Así crecían las semillas, sin necesidad de tierra, bromeó para sus adentros más por darse ánimo que porque le hiciera una pizca de gracia nada de todo aquello.

Al adentrarse más le pareció escuchar un sonido líquido, como el de una gota de agua cayendo en un cubo. ¡Para cuatro plantas que quería!, le habría salido más a cuenta cogerlas directamente y volver otro día a pagarlas. Estaba perdiendo toda la tarde buscando a unas personas irresponsables. Y aquel ruido, aquel ruido la estaba poniendo de los nervios. Levantó el móvil por encima de unas estanterías viejas, que se aguantaban por la quietud, esperando encontrar el puñetero grifo que goteaba en algún cubo. No soportaba aquel ruido. Aquel sitio le daba escalofríos. Parecía el escenario de una novela de Stephen King, La niebla le vino a la mente al pensarlo. Un estremecimiento recorrió su columna vertebral. Le estaba costando respirar. Aquel lugar le producía arcadas. El olor era cada vez más irrespirable, se le había pegado a la lengua el acre del ambiente y la sentía muy áspera. Siguió adentrándose entre cajas, macetones y sacos, todo lo cual parecía llevar allí siglos. Tropezó con una baldosa que estaba levantada dando un traspiés.

Sin pretenderlo había encontrado el origen del molesto goteo. Había resbalado con un líquido oscuro y viscoso golpeándose la cabeza perdiendo por un momento el mundo de vista. Al ir a incorporarse una gota cayó sobre ella. Una gota de un líquido viscoso y caliente. Miró para arriba. De una viga colgaban los dueños de la tienda abiertos en canal. Un grito escapó de su garganta sin siquiera pretenderlo. Una cuerda se cerró en torno a uno de sus pies elevándola junto a las personas que buscaba. El sonido de una sierra mecánica se escuchó al ponerse en marcha. Una sierra que se acercaba lentamente hacía ella.



 

lunes, 14 de septiembre de 2020

Señor Osito

 

—Mamá, mamá, Osito le ha arrancado la cabeza a mi muñeca favorita—se quejaba la niña con tristeza.

—No te preocupes, mañana la llevaremos al hospital de muñecas y te la arreglarán.

—Pero es que Osito se ha vuelto malo, dice que le va a arrancar la cabeza a todas mis muñecas.

La madre tenía muchas cosas en la cabeza como para estar pendiente de las fantasías de la niña y las conversaciones que tenía con su oso de lana, así que olvidó la promesa hecha a su pequeña. Al cabo de dos semanas la niña estaba tan triste por su muñeca que la madre decidió llevarla a reparar. Al llegar al hospital el médico de las muñecas cogió el cuerpo y la cabeza por separado, los miró y con sumo cuidado los puso en una “camilla”. La niña, satisfecha, se cogió de la mano de su madre y salieron con la promesa de volver a recoger la muñeca en dos días.

Al llegar a casa la niña se fue a jugar a su habitación como tantas veces hacía. Al abrir la puerta se encontró un espectáculo desolador, el resto de sus muñecas estaban decapitadas y puestas en fila sobre la cama. La criatura emitió un grito mientras llamaba malo a Osito. La madre pensó que ya estaba bien de aquella broma y castigó a la niña sin helado y sin televisión toda la semana. Le dijo a la niña que ella no iba a reparar todas esas muñecas, que irían a la basura y no le pensaba regalar ninguna más, que estaba muy mal lo que había hecho. Aquellas eran unas muñecas muy caras ya que eran de la colección de su abuela, le dijo, y que se las había regalado porque había esperado que las cuidase como había lo hecho ella misma. A la niña en realidad le daban un poco de miedo las muñecas de porcelana de su abuela. Ella siempre jugaba con su muñeca Repollo, las otras ni siquiera las tocaba, no entendía por qué Osito les tenía tanta manía.

Al llegar la noche se fueron cada una a su habitación a dormir. Le tenía pena al muñeco, se lo había regalado su padre justo el día antes de tener el accidente de coche en el que murió decapitado. Pero eso la criatura no lo sabía, sencillamente siempre que lo miraba le daba un escalofrío.

La niña se tapó la cabeza con la sábana, ni siquiera tenía valor para mirar a Osito. Sólo se daba cuenta que Osito siempre la había mirado mal. Se lo había dicho a su madre muchas veces, pero esta decía que eran tonterías, que tenía que quererlo porque era el último regalo de su papá. Aun así, le daba miedo. La miraba mal.

Su madre al dejarla en la cama le había dado un beso y apagado la luz. En cuanto se cerró la puerta, Osito cobró vida de nuevo. La niña se encogió dentro de la cama. Intentó hacerse pequeña, muy pequeña, para que Osito no se diera cuenta que estaba allí, pero Osito la había visto. La miró a los ojos. Directamente. Una sonrisa curvó la lana que dibujaba la boca de Osito. Los botones que tenía por ojos empezaron a brillar y ella ya no pudo apartar los ojos de él. Del juego de té que había sobre la mesita en que hacía los deberes, Osito cogió un cuchillo que pareció muy afilado en su mano lanosa. Se hacía grande. Cada vez era más grande y la niña se sentía más pequeña. Ya no quedaban muñecas que decapitar, pensó. Seguía viendo cómo se hacía más y más grande y se acercaba despacio a la cama mientras la niña se encogía cada vez más. La mano de Osito destapó la sábana de un tirón. La niña gritó, se desgañitó gritando… o eso pensaba, ya que de su garganta no salía sonido alguno. Osito levantó el cuchillo por encima de su cabeza. Miró a la niña fijamente a los ojos con sus botones encendidos. La mano de lana cogió el pelo de la niña tirando de su cuerpecito hacia arriba. La niña apretó los ojos con fuerza, pensaba que cuando los volviera a abrir se despertaría de aquella pesadilla, aunque le dolía el pecho cuando respiraba y eso no le pasaba cuando soñaba.

La puerta de la habitación se abrió levemente. La madre de la niña se había vuelto a ver si ya dormía, estaba preocupada por sus fantasías. Osito se giró, sin soltar los pelos y arrastrándola tras él corrió a cerrarla. No pudo, la madre de la niña interpuso un pie entre la puerta y el marco. Osito soltó a la niña intentando coger esta vez el pelo de la madre. Escudándose en la puerta la abrió de golpe, pero Osito no reculó, se mantuvo como anclado al suelo. La mano de Osito con el cuchillo rasgó el brazo de la mujer. El olor ferroso de la sangre impregnó la moñita de lana que tenía por nariz Osito haciéndolo crecer todavía más y volviéndolo más agresivo. La madre hizo una señal a la niña que esta no entendió. Yacía postrada en el suelo sin ser capaz de moverse. Esta miraba con los ojos muy abiertos como el juguete que le había regalado su padre quería arrancar la cabeza de su madre también.

Ella tenía poca fuerza, era pequeña y nunca le gustó aquel muñeco, siempre le dio miedo y lo había dejado de lado. Ella prefería jugar con su muñeca. ¿Se había enfadado Osito por eso? Se acercó a él acariciando primero su pierna, era tan grande que no llegaba a poder abrazarlo. Siguió acariciándolo y con estupor vio que empezaba a encoger de nuevo. La madre se pudo soltar por fin. Unas gotas de sangre cayeron al suelo. Osito se las miró, pero ya no quería matar a la mamá, su amita por fin había reparado en él. Volvió a ser el osito de lana que esperaba paciente durante mucho tiempo que una niña lo quisiera.

En cuanto el muñeco volvió a ser de tamaño normal y aparentemente inofensivo, la madre cogió a la niña y se la llevó de aquella casa. No se paró ni a quitarse el pijama. Durmieron lejos de allí, en el coche.

A la mañana siguiente volvieron, esperando que todo hubiera sido una pesadilla, aunque el profundo rasguño del brazo le recordaba que no. Al entrar todo parecía estar en orden. La habitación de la niña no denotaba nada fuera de lo normal… excepto una cosa… El señor Osito no estaba, en su lugar estaban las últimas flores que habían llevado a la tumba de su papá.

Teresa Mateo Arenas




viernes, 10 de julio de 2020

Angustia



No sé dónde estoy. No sé cómo he llegado aquí: sigo en la moto, esperando ver algo del paisaje que me dé una pista sobre dónde me ha traído perseguir a esta gente. Mejor dicho, dónde me he metido yo solito. ¿De verdad merece la pena? No estoy seguro. El corazón parece que vaya a estallarme. No encuentro suficiente aire para llenar mis pulmones. Por una parte mi cuerpo me advierte: quiero largarme de aquí. No es un sitio seguro. Independientemente del tipo de gente a la que estoy vigilando, estoy en un sitio que no conozco y al que no sé cómo he llegado. Iba demasiado concentrado en seguir el coche como para fijarme en los paisajes e intentar hacerme una idea de a dónde se dirigían. No importaba el lugar, solo ellos. El problema viene ahora: ¡cómo cojones voy a salir de aquí!

Respiro hondo. Necesito analizar la situación con objetividad. Ahora que he llegado hasta aquí no puedo echarme atrás. La verdad saldrá a la luz, me aseguraré de ello aunque me cueste la vida.

Estoy empapado en sudor. El aire sigue resistiéndose a entrar en mi cuerpo. El peso que llevo en la cabeza no deja fluir mis pensamientos. El casco me estorba. Me lo quito, esperando que esta especie de vértigo que siento disminuya, pero no funciona. El casco no es mi problema. Mi problema soy yo.
A pesar de la angustia y de que las ominosas sombras parecen querer traspasarme, bajo de la moto y me acerco a ellos. Ahora que lo pienso, me parece un lugar absurdamente tétrico para una reunión como esta. Se supone que son gente peligrosa, gente con la que no deberías meterte, gente a la que no debes vigilar. Justo lo contrario de lo que estoy haciendo yo ahora. Supongo que las películas no son siempre tan absurdas como parecen.
Consigo reunir el valor suficiente para acercarme e intentar grabar la lejana conversación que apenas me llega como un susurro.
¡Menuda torpeza la mía! El ruido que ha hecho el casco al caer ha tenido que alertar a las personas que sigo. Alzo la vista, nervioso, intentando comprobar algo que ya sé. ¡Tengo que salir de aquí cagando leches! ¡Estúpidas manos! ¿No teníais otro momento mejor para fallarme? Rápidamente, intento alcanzar el casco de nuevo para subir en la moto y huir hacia una dirección, la que sea. Cualquier sitio es mejor que estar aquí. Antes de que pueda llegar a tocarlo, alguien grita detrás de mí:
—¡Oye, tú!
Cuando me giro hay una mujer apuntándome con una linterna. Me ciega. No me lo esperaba. Ha sido muy rápida, no la he visto llegar. ¿Cómo coño ha llegado tan rápido? Y lo más importante; ¿de dónde carajos ha salido? Ahora eso no importa, no tengo tiempo para pensar. Es más importante actuar. Consigo alcanzar el casco y salgo corriendo en busca de una salida.
Mis dedos están torpes, tengo las manos sudadas. El casco resbala de mi mano, me hace perder un tiempo sumamente necesario. ¡Joder, joder, joder! Lo dejos en el suelo. Acelero el paso todo lo que puedo. Está oscuro y no veo más allá de mis narices. Algo serpenteante se ha enredado en mi pie. ¡Mierda! Ahora no.
Me caigo. En la caída me he golpeado la cabeza, un hilillo de sangre sale de mi frente. Estoy aturdido, pero debo seguir, aunque no puedo desenredar el pie de la rama que me lo ha atrapado. La cabeza me duele y no puedo pensar con claridad, sólo sé que tengo que correr lo más rápido que pueda en cuanto consiga desenredar mi pie. Lo estoy consiguiendo, creo que me he torcido el tobillo pero puedo caminar.
Algo duro y frío aprieta mi nuca. Es el fin. Aún no estoy literalmente muerto pero tampoco estoy literalmente vivo. No sé dónde estoy. ¿En qué estoy metido? Estoy rodeado de unos tipos que no conozco. ¿Cómo he llegado hasta aquí? Estos no son los tipos a los que he seguido. La cabecilla es una mujer y no me es desconocida del todo. La he cagado. ¿La noticia merecía la pena? Ahora no estoy tan seguro.




sábado, 4 de julio de 2020

Un día para olvidar (capítulo 2)


En casa se habían quedado su hermano Juan y su cuñada Gemma, esta era un poco más persona que la mujer de su hermano Javier, mientras, cuidaban a su madre y le hacían creer que todo estaba bien. Por desgracia o por suerte, en aquel momento para ella los períodos lúcidos pasaban rápido y volvía a su mundo interior. Vivía en un mundo en el que no cabía la realidad. Un mundo lleno de tinieblas en el que cada vez se sumergía más a menudo y le costaba más salir de esa zona nebulosa en que se mantenía ajena a la realidad.
Gemma estuvo recogiendo lo que habían preparado para la cena de nochebuena, que había quedado intacto, era una mujer activa y no podía estar mano sobre mano. No quería pensar, tenía un mal presentimiento y a medida que pasaban las horas sin noticias de Ramiro, ese presentimiento se acentuaba. Juan no hacía más que dar vueltas arriba y abajo de la casa, cosa que estaba sacando de quicio a Gemma. Entendía perfectamente que estuviese nervioso, pero sería más productivo ayudándola a ella o sacando a su madre a pasear para distraerla, que desgastando las baldosas del suelo.
—Juan, por favor, ¿puedes parar un poco de dar paseos? Cariño, todos estamos nerviosos, pero no por eso aparecerá antes.
—Lo sé, pero no puedo evitarlo, esto me huele muy mal, no entiendo cómo se ha podido perder de esta manera —le dijo bajando la voz para que no lo escuchase su madre.
Le costaba pensar que le hubiese pasado otra cosa que no fuera que se había despistado, aunque en su fuero interno sabía que aquella era la más improbable de todas las hipótesis. Ramiro era un niño grande y como niño que era,  sus costumbres eran fijas. Su día a día era uno calcado del otro, por eso todos en la casa tenían esa sensación en la boca del estómago. Todos menos Marina, en su mundo apenas se daba cuenta de que su hijo hacía más de dieciocho horas que no aparecía por casa, ella, que desde que con tres añitos, los pediatras detectaron que Ramiro padecía una discapacidad intelectual, debido a un medicamento prescrito durante el embarazo, no se había separado de él en ningún momento. Ahora, solo en alguna esporádica ocasión se daba cuenta que no estaba, pero no recordaba cuánto tiempo hacía desde que lo había visto por última vez, así que preguntaba por Ramirito, así le llamaban en casa, ocasionalmente, entonces Juan le decía que acababa de salir, que en un rato volvería y ella volvía a sumirse en su mundo de sombras nuevamente.
Juan accedió a la recomendación de su mujer y sacó a su madre a pasear, más por él que por ella, pero tenía que hacer algo. Mientras tanto, Gemma terminaba de ordenar la cocina esperando una llamada de su cuñada, se ponía en la piel de ella y la verdad era que no podía dejar de admirarla, a sus treinta y dos años llevaba tiempo haciéndose cargo de una madre enferma y un hermano que, aunque se valía perfectamente por si mismo, había que estar pendiente de él, ya que si no le decías que comiera él no comía, y si no le decías que se duchase él no sabía que lo tenía que hacer, incluso le tenía que ayudar con el afeitado, la maquinilla eléctrica no la sabía hacer servir y con las desechables se cortaba, así que cada dos o tres días, Yolanda, incluso lo afeitaba.
Gemma se quedó pensativa, se estaba nublando, el tiempo se había vuelto desapacible y húmedo, los nubarrones cada vez oscurecían más la montaña y el olor a tierra mojada se sentía en el ambiente. De pronto un escalofrío atravesó su columna vertebral, cruzó los brazos abrazándose a sí misma, no sabía bien si para darse calor o ánimos, así que por hacer algo cogió un par de troncos y los echó en la chimenea atizando las brasas para que a continuación prendieran y caldearan un poco más la estancia. Nadie se había acordado de avivar el fuego y este prácticamente se había apagado. Viviendo en una casa rural la calefacción eléctrica no tenía sentido. En la chimenea se quemaban todos los rastrojos y troncos de la poda de los árboles del pequeño huerto que tenían detrás de la casa, y que ya solo acogía unos cuantos frutales, que cada vez más se iban retorciendo en nudosas y viejas ramas, como si se solidarizasen con Marina. Ella los había cuidado siempre con tanto cariño que ahora notaban que no eran las mismas manos las que lo hacían, perdían vitalidad al mismo ritmo que lo hacía ella.

Javier después de llegar a su casa se arrepintió de haberse ido. No había estado a la altura. No obstante, vio a Montse revolverse inquieta en el sofá, para ella aquello no tenía la menor relevancia, ya que ella no empatizaba con la familia de su marido. Tampoco era un secreto; hacía tres o cuatro visitas al año y con eso cumplía. En realidad siempre pensó que su familia política no estaba a su altura. No le supuso ningún esfuerzo marcharse, así que llegó a su casa y tranquilamente se fue a dormir. Habían quedado con su familia para comer el día de navidad en un restaurante bastante lujoso y quería estar perfecta. No así Javier; en aquel momento tenía una sensación de culpa y remordimiento, un desasosiego que no lo dejaba en paz. Se puso en pie de pronto y le dejó una nota a su mujer. Una nota en la que le decía que sintiéndolo mucho aquel día no estaba para fiestas, que lo excusase ante sus familiares, pero tenía que estar con sus hermanos. No podía dejarlos solos en aquellas circunstancias.
Llegó a casa de su madre casi a mediodía. Al entrar por la puerta, Juan, por unos segundos, pensó que era Ramiro, estaba a punto de preguntarle dónde había estado cuando vio que era Javier.
—Ah, ¿eres tú? —dijo con malestar.
—¿Esperabas a otra persona? —respondió con igual tono.
—Pues claro. No te pongas mordaz que no te pega. Ramiro no ha aparecido, pero ni siquiera has preguntado por él.
—No me has dado tiempo. No estés a la defensiva, estoy aquí, ¿no?
—Está bien, tenemos que estar unidos, pero no creas que voy a olvidar el desplante de anoche.
Javier agachó la cabeza mientras su mirada se posaba en algún punto indeterminado de la alfombra. Movió el pie intentando sacar una inexistente mancha para evitar a toda costa el contacto visual con su hermano.
Fuera, el día cada vez se oscurecía más. Un espantoso trueno sobrecogió a los dos hermanos. Se miraron y esta vez Javier preguntó por su hermana menor. Juan le informó que se había ido a pegar carteles y todavía no había vuelto, que estaba a punto de llamarla cuando él había aparecido por la puerta.

 En el pueblo, el grupo que se había formado estaba de vuelta. Habían salido a la desbandada sin un plan de búsqueda. Sin nadie que coordinara la expedición, cosa que Alex imaginaba. Nadie quiso escuchar a un poli de ciudad, así que se sumó a la búsqueda como un vecino más; pensó que cuando vieran que las cosas no salían como esperaban, se decidirían a dejarle actuar como le habían enseñado en la academia. No se había separado de Yoli en ningún momento, a ella no le parecía necesario, pero él la convenció y le dijo que si aparecía era mejor que él estuviese a su lado, por si había que hacer algún informe, (aquello no era del todo cierto, no era capaz de decirle que una de las posibilidades era que Ramiro estuviese muerto). Alex les dejó muy claro que si lo encontraban y estaba herido, sobre todo, que no lo tocasen. Les avisó que podía ser peor. Gracias a las benditas series de policía de la tele, todo el mundo estuvo de acuerdo.
De pronto empezó a tronar y a caer una lluvia torrencial. Yolanda quería seguir buscando a toda costa pero Alex se negó rotundamente. Casi a la fuerza la obligó a volver. Con esa lluvia no podían caminar por el monte, se hundían los pies en el fango y no quería sumar una desgracia más, le dijo inflexible.
Casi a la fuerza la condujo a su casa con una promesa: en cuanto escampara haría venir a los perros rastreadores y las patrullas que hiciesen falta. De aquella manera no podía seguir, le dijo. Además no había comido nada en todo el día y si quería ayudar tenía que alimentarse. Sin fuerzas, le dijo, no sería de mucha ayuda, con eso la acabó de convencer.
Invitó a Alex a pasar cuando llegaron. Le presentó a su otro hermano, puesto que a Juan ya lo conocía. Se saludaron aunque con cierto recelo. Javier desconfiaba de todos los hombres que se acercaban a su hermana, cosa que a ella le indignaba, pero aceptaba por ser el que siempre había estado allí para ella. Era  el más cercano en edad y cómplice de sus travesuras infantiles.
Se dieron la mano como caballeros, pero ninguno se quitó el ojo de encima. Yoli se daba cuenta que sin conocerse de nada había una tensión entre ellos inexplicable, así que le dijo a su cuñada que llevase a su madre a la cocina, que tenían que hablar. Una vez solos invitó a Alex a explicar los planes de búsqueda, este se metió a fondo, intentando agradar al hermano tanto como a ella e intentando que lo que decía no sonase ni demasiado optimista, ni demasiado pesimista, cosa que era bastante complicado, dadas las circunstancias.
Terminado el discurso se dispusieron a cenar algo. Había sido un día muy duro y estaban exhaustos, ninguno tenía hambre, pero como les dijo Alex, en aquel momento no podían desfallecer, y alimentarse bien era primordial para todo lo que les esperaba. Sin querer ser fatalista les dijo que estuviesen preparados para cualquier noticia, mala o buena. También les dijo que haría todo lo que estuviera en su mano para que aquel caso se esclareciera lo antes posible, dicho esto, Alex declinó la invitación a cenar con ellos, aludiendo que tenía trabajo que hacer y se marchó.

Cuando Alex llegó a comisaría, bien entrada la noche, lo primero que hizo fue poner en marcha un dispositivo de búsqueda urgente. Estaba dada la voz de alarma pero el protocolo que se había seguido era el normal; pidió perros rastreadores, patrullas de montaña, etc. Movilizó los refuerzos necesarios para escudriñar el monte de arriba abajo. Aunque llevaba lloviendo torrencialmente toda la noche, esperaba, cuando dejase de llover, hallar alguna pista que diera con su paradero.
Una vez que tuvo todo preparado, salió a desayunar. Salió sin una idea preconcebida, era un hombre metódico. Siempre hacía las comidas en el bar de al lado de la comisaría, pero esa mañana ni siquiera se dio cuenta que se había alejado más de lo normal. Caminaba ensimismado en sus pensamientos, concentrado en el problema que se le avecinaba. Nunca pensó tenerse que enfrentar de esa manera al dolor de una familia. Un dolor que le estaba afectando demasiado… de nuevo.
—¿Qué tomará el agente? —preguntó Maruja displicente.
Se la quedó mirando como si la mujer, en realidad, fuera un fantasma o un extraterrestre. No tenía ni idea de cómo había llegado hasta allí.
—Capitán —sonrió Maruja al decirlo— le pongo algo o ¿ha venido a pasar el rato?
—Inspector, solo soy inspector —aclaró sin darse cuenta de la mofa de la dueña de la cafetería—. Un café con leche y un cruasán, gracias.
Maruja se fue a preparar el encargo, cuando volvió se lo puso delante, entre el periódico y él, y, sin pedir permiso, se sentó a la mesa.
—Puede sentarse, está usted en su casa —reaccionó por fin.
El retintín de Alex no le pasó inadvertido, pero le daba igual. Estaba acostumbrada a lidiar con todo tipo de personas y un inspector de tres al cuarto llegado de la gran ciudad no la asustaba a ella. Aunque seguiría llamándole capitán, “le va bien el grado”, pensaba.
—Gracias, lo sé —contestó ligeramente agresiva— ya que está aquí, capitán, le quiero preguntar cómo va la búsqueda de Ramiro, ¿lo han encontrado ya? ¿Tienen alguna pista, por lo menos?
—Lo siento, no puedo darle ningún tipo de información. Usted no es familiar del desaparecido.
—A mí no me vengas con tecnicismos. Esto es un pueblo pequeño, nos conocemos todos y somos como una familia… Bueno, casi todos —puntualizó insolente—. Además, veo que no está de servicio, o sea, que se lo estoy preguntando a un amigo, ¿o me equivoco con usted?
—No, no estoy de servicio, pero eso no quiere decir que pueda ir dando información de un caso sin el consentimiento explicito de sus familiares más directos.
—Mire, capitán…
—Inspector, ya le dije antes que solo soy inspector.
—No se enfade, le estoy dando categoría, además, te queda bien lo de capitán, te veo — poniéndole una mano en el brazo lo tuteó de repente. Podía ser su madre, no se iba a andar con remilgos, pensó, haciéndolo callar cuando empezaba a protestar—. Mira, te lo voy a decir claro, esa criatura tiene que aparecer. Así que en vez de estar tomando cafecitos ¿por qué no estás pateando el bosque?, o el pueblo o lo que sea que haya que patear hasta que aparezca.
—Mire, doña Maruja, lo primero, no puedo ni debo darle explicaciones. Me doy cuenta que no soy santo de su devoción, pero hago mi trabajo lo mejor que puedo. No tenemos pistas. No tenemos un rastro que seguir. Por lo tanto vamos a ciegas, pero no descartamos ninguna vía de investigación. Se está montando un dispositivo. Estoy esperando que lleguen los perros y el material necesario. Los voluntarios están peinando la zona, por el momento no podemos hacer nada más.
—Sigues con tu palabrería de policía de ciudad. Resumiendo, que no tienes ni idea, vaya, mucho policía de ciudad, mucho material, muchos perros, pero na de na —se levantó Maruja y se fue rezongando para atender a los demás parroquianos y a las “marujas” de turno, que con la excusa de comprar el pan, se ponían al día las unas a las otras.
Alex salió de la panadería-cafetería con ganas de dar un puñetazo en algún sitio, eso era lo más ingrato de la profesión, por mucho que hicieras, apenas había tenido tiempo de dar una cabezada, que vale, que no era culpa de nadie, pero que encima le dijeran que no hacía nada porque estaba tomando un café. Aquella mañana lo necesitaba algo más fuerte que el de la máquina de la comisaría. Necesitaba despejarse un poco y seguir con el ritmo de trabajo que se había impuesto. Aquello lo superaba, otra vez le llegaban a la mente las palabras de su instructor: “te implicas demasiado” pero se había hecho policía para eso, para ayudar, ¿cómo hacer para no implicarse?, se preguntaba.

La mañana de Yoli no había empezado mejor. Apenas había podido cerrar los ojos en toda la noche. Se imaginaba a Ramiro en las peores circunstancias. Lo veía en un país de esos en que las vidas humanas no valen nada. Un ricachón necesitaba un trasplante de algún órgano y se lo habían cogido a su hermano. Cuando volvía a cerrar los ojos lo veía tirado en una cuneta, incluso siendo el objeto de culto de una secta y Ramiro el cordero a sacrificar para una ofrenda a algún Dios pagano. Se levantó muy temprano. Se duchó y preparó café para sus hermanos y su cuñada que todavía estaban allí. Recogió la casa y levantó a su madre para llevarla al centro de día. Gracias a Dios en pocos días le concederían una plaza en una residencia, ya que su estado cada vez era más precario. Circunstancia que le daría a ella un respiro, menos mal, pensó, si no fuera así no podría hacer todo lo que tenía pensado. Lo primero pedir unos días en la empresa donde trabajaba, si no se los daban se iría, para ella la búsqueda de su hermano era primordial. Después de eso se uniría a la investigación, decidió, aunque antes hablaría con sus hermanos. Ellos tenían que volver a sus vidas. Ella intentaría mantenerlos informados, les dijo, pero no podían dejar sus obligaciones, así que los convenció de volver a sus rutinas, aunque a regañadientes, pero lo hizo.
Pasó por la panadería de Maruja, le dijo que le hiciera un bocadillo, ya que no pensaba volver hasta que Ramiro no apareciese, y se fue directamente a comisaría. Allí estaban distribuyendo las zonas a rastrear por los voluntarios que se iban apuntando.
Fue directamente hacía el despacho de Alex, este la hizo pasar inmediatamente. Cada vez que la veía, no sabía qué le pasaba pero se alegraba, quizá más de la cuenta y en aquel momento eso era contraproducente. No había sanado todavía de su última experiencia, menos debía involucrarse con ninguna persona implicada en un caso suyo, y ese caso era suyo, eso lo tenía claro, por mucho que le hubieran dicho desde la central que si era necesario le enviarían algún especialista y, si hacía falta, también un psicólogo.
—¿Se sabe algo de mi hermano?
Alex se la quedó mirando con ternura, aquella criatura tenía algo que le deshacía los huesos, le mermaba la voluntad y lo dejaba sin habla, tanto que…
—Lo siento —tardó en contestar algo más de lo normal— esto… están llegando los perros, ya he distribuido a los voluntarios. Ahora, en cuanto lleguen los de la científica, intentaremos buscar alguna pista o alguna huella. Si recuerdas algo, por insignificante que parezca, me llamas, a la hora que sea.
Yolanda se quedó sin palabras, ella que iba pensando tirarle la caballería por encima en aquel momento no supo qué decir.
—Has debido levantarte muy temprano para que te haya dado tiempo de todo eso.
—No me he acostado. He dado una cabezada en esa butaca —señaló con la barbilla un incómodo sillón que había en una esquina de la oficina. Yolanda la miró pensando que así tenía las ojeras que tenía. Supo que algo había pasado cuando lo vio tan desaliñado, aunque tampoco esperaba eso. Las pocas veces que se habían visto, siempre iba impecable. Aunque no era el típico gentleman, sino que era una elegancia algo más de andar por casa.  Siempre lo había visto con jerseys gruesos. Hacía mucho frío en aquellas latitudes y suponía que no estaba acostumbrado. En las grandes ciudades no sabían lo que era el frío, pensaba. Sus tejanos siempre impolutos, aunque inapropiados para el clima y, lo que le sorprendía más, solía calzar mocasines. Nunca lo había visto con zapatillas deportivas o botas de montaña que era lo que usaban los hombres de por allí, y eso que imaginaba ella que para su trabajo serían más cómodas y sobre todo, llevaría los pies más calientes, sonrió, a pesar de aquellos pensamientos tan inoportunos dadas sus circunstancias, pero la vida sigue, pensó. Esto va a ser duro, Yoli, se dijo. Debes continuar, ser fuerte, no desfallecer en la búsqueda, pero tampoco negarte una sonrisa.



sábado, 9 de mayo de 2020

Cuarentena

Querido diario, parece ser que estamos en cuarentena, y yo me pregunto ¿eso no era para las parturientas? ¿Una cuarentena no es para amamantar a un bebé? ¿Para que la madre no salga de casa y nadie vea la tripa que le ha quedado o las “mamellas” que se le han puesto? Ah, no, ahora recuerdo que una cuarentena eran los cuarenta días que se aislaba a la gente cuando la peste. ¿Pero la peste no fue allá por el año mil trescientos cuarenta y tantos? Madre mía hemos retrocedido unos cuantos siglos, a ver que los cuente uff siete siglos después y seguimos con la peste a cuestas.
—Tereeeee — oigo que me llaman—, ¿me puedes decir dónde carajos has metido mi pijama de los domingos?
En mi casa nadie encuentra nada. Mi marido se ha tomado muy en serio lo de hacer una lista para sobrellevar la pandemia.
—¿Es este? —Abro el cajón de la cómoda y saco el último pijama que he guardado y que resulta que es el que más le gusta al señor y lo tengo que lavar cuando se despista, porque no se lo quitaría—. A ver, pero ¿hoy no tocaba sesión de ejercicio mañanero?
—¿Era hoy? Creo que he perdido la cuenta, cariño ¿cuántos días llevamos ya encerrados?
—Encerrado tú, yo te recuerdo que tengo que ir a trabajar, lo mío se considera primera necesidad. Salgo del trabajo y me paso por el súper, haciendo unas colas de horas para que vosotros no tengáis que salir y no os expongáis al puñetero virus.
—Pues ayer no te pusiste mascarilla, a ver si nos vas a meter el virus en casa, piensa en los niños. Creo que deberías buscar donde vivir estos días, los vecinos el otro día me comentaron que no están tranquilos contigo en la escalera. Podías irte a casa de tu hermana, al fin y al cabo es una vieja solterona, no se perdería nada, ya has escuchado al vicepresi, total solo son viejos, no aportan nada y se gasta mucho en pensiones y médicos.
—Voy a pensar que lo dices en broma, cuando montaste aquel negociete bien que no le hiciste ascos al dinero que te prestó y que creo que ni siquiera se lo llegaste a devolver, porque el negocio no fue bien. ¿No pensaste que era difícil montar un negocio de hielo en el polo norte? Tú y tus negocios absurdos.
—Calla, calla, que empieza el Aló presidente, a ver cuántos días nos van a alargar esta vez. Cuando salgamos de esto lo primero que voy a hacer…
—Cuando salgamos de esto lo primero que vas a hacer son las maletas. Si yo me voy de aquí no sé qué sería de vosotros. Te pasas el día entre el balcón y la terraza. Lamento que ahora no puedas seguir con tus amiguitas poniéndome los cuernos y buscando excusas baratas.
—Amor, si te confesé todo aquello no era para que me lo reprocharas cada vez que tenemos un pequeño desencuentro.
—Claro que no, cielo, ya no te reprocho nada. Pero como quieres deshacerte de mí enviándome con mi hermana he pensado que te lo debía recordar, sabes perfectamente que si sigues aquí es porque en el fondo te aprecio.
—Yo saldría y haría todas esas cosas que haces tú, pero no me dejas. Ni siquiera tengo ropa para salir a la calle, no me has comprado ni una puñetera mascarilla y en zapatillas tampoco es muy recomendable salir.
—Vida, no necesitas salir de casa para nada. ¿No estás cómodo en casa? Tienes Netflix, HBO, Tve, un montón de películas y series para entretenerte. Me gusta tenerte en casa, lo sabes, me quejo de vicio. ¿Por qué crees que no te concedí el divorcio cuándo me lo pediste? Eres mío y siempre lo serás. Lo dijo el cura el día que nos casó.
—Mi madre me lo dijo, que no debía casarme contigo, pero la pistola de tu padre era un muy buen estímulo.
—Te encanta recordar esos pequeños detalles, por eso te quiero tanto, por eso siempre seguirás a mi lado mi amor.
—Pues claro, no puedo dejar de pensar cómo habría sido mi vida si aquel día hubiese sido más valiente.
—Amor, sólo habrías muerto unos cuantos años antes.
—Lo sé, cariño, el cianuro tenía muy mal sabor.