—¿Hay alguien? —Gritó la señora al encontrarse la tienda solitaria.
Nada, nadie respondió. Esperó unos minutos pero nadie acudía a su llamada. Se aventuró a entrar y dar una vuelta por todo el local. Allí no parecía haber ser humano alguno. Aquello era bastante raro, puesto que los dueños no eran precisamente personas confiadas. Recorrió toda la tienda de arriba abajo. Todo parecía en orden, excepto un par de sacos de semillas que se habían volcado y vertido parte de su contenido al suelo. La buena mujer tenía prisa y necesitaba unas plantas para el jardín, al ver que la puerta del almacén estaba abierta se aventuró a dar otra voz a ver si por fin aparecían por allí los dueños.
—¿Hay alguien? —Repitió por no sabía cuantas veces, y ahora lo había hecho a voz en grito. Allí tampoco parecía que hubiera nadie. Estaba oscuro como boca de lobo. Tanteó la pared buscando un interruptor o algo que diera un poco de luz, aunque fuera una linterna. ¡Eso era! Qué tonta. Sacó el móvil y apuntó con la luz del aparato al interior del almacén.
Al dar unos cuantos pasos se encontró con unos escalones que no había visto antes. Bajó con toda la precaución que pudo ya que el suelo estaba cargado de humedad y estaba resbaladizo. Sólo le faltaba caerse, pensó. Agarrándose a una áspera pared bajó los cuatro peldaños que la separaban del almacén. Una arcada le revolvió el estómago, del interior emanaba un hedor insoportable. Irrespirable. Aquel lugar parecía que no se hubiese limpiado en años. Así crecían las semillas, sin necesidad de tierra, bromeó para sus adentros más por darse ánimo que porque le hiciera una pizca de gracia nada de todo aquello.
Al adentrarse más le pareció escuchar un sonido líquido, como el de una gota de agua cayendo en un cubo. ¡Para cuatro plantas que quería!, le habría salido más a cuenta cogerlas directamente y volver otro día a pagarlas. Estaba perdiendo toda la tarde buscando a unas personas irresponsables. Y aquel ruido, aquel ruido la estaba poniendo de los nervios. Levantó el móvil por encima de unas estanterías viejas, que se aguantaban por la quietud, esperando encontrar el puñetero grifo que goteaba en algún cubo. No soportaba aquel ruido. Aquel sitio le daba escalofríos. Parecía el escenario de una novela de Stephen King, La niebla le vino a la mente al pensarlo. Un estremecimiento recorrió su columna vertebral. Le estaba costando respirar. Aquel lugar le producía arcadas. El olor era cada vez más irrespirable, se le había pegado a la lengua el acre del ambiente y la sentía muy áspera. Siguió adentrándose entre cajas, macetones y sacos, todo lo cual parecía llevar allí siglos. Tropezó con una baldosa que estaba levantada dando un traspiés.
Sin pretenderlo había encontrado el origen del molesto goteo. Había resbalado con un líquido oscuro y viscoso golpeándose la cabeza perdiendo por un momento el mundo de vista. Al ir a incorporarse una gota cayó sobre ella. Una gota de un líquido viscoso y caliente. Miró para arriba. De una viga colgaban los dueños de la tienda abiertos en canal. Un grito escapó de su garganta sin siquiera pretenderlo. Una cuerda se cerró en torno a uno de sus pies elevándola junto a las personas que buscaba. El sonido de una sierra mecánica se escuchó al ponerse en marcha. Una sierra que se acercaba lentamente hacía ella.
€ste espacio está dedicado a mis lecturas, mis escrituras y mis pensamientos, la madurez a veces nos hace llegar a sitios impensables, así que no es tan malo cumplir años si con ello se cumplen los sueños.
miércoles, 28 de octubre de 2020
El almacén
lunes, 14 de septiembre de 2020
Señor Osito
—Mamá, mamá, Osito le ha arrancado la cabeza a mi muñeca favorita—se quejaba la niña con tristeza.
—No te preocupes, mañana la llevaremos al hospital de muñecas y te la arreglarán.
—Pero es que Osito se ha vuelto malo, dice que le va a arrancar la cabeza a todas mis muñecas.
La madre tenía muchas cosas en la cabeza como para estar pendiente de las fantasías de la niña y las conversaciones que tenía con su oso de lana, así que olvidó la promesa hecha a su pequeña. Al cabo de dos semanas la niña estaba tan triste por su muñeca que la madre decidió llevarla a reparar. Al llegar al hospital el médico de las muñecas cogió el cuerpo y la cabeza por separado, los miró y con sumo cuidado los puso en una “camilla”. La niña, satisfecha, se cogió de la mano de su madre y salieron con la promesa de volver a recoger la muñeca en dos días.
Al llegar a casa la niña se fue a jugar a su habitación como tantas veces hacía. Al abrir la puerta se encontró un espectáculo desolador, el resto de sus muñecas estaban decapitadas y puestas en fila sobre la cama. La criatura emitió un grito mientras llamaba malo a Osito. La madre pensó que ya estaba bien de aquella broma y castigó a la niña sin helado y sin televisión toda la semana. Le dijo a la niña que ella no iba a reparar todas esas muñecas, que irían a la basura y no le pensaba regalar ninguna más, que estaba muy mal lo que había hecho. Aquellas eran unas muñecas muy caras ya que eran de la colección de su abuela, le dijo, y que se las había regalado porque había esperado que las cuidase como había lo hecho ella misma. A la niña en realidad le daban un poco de miedo las muñecas de porcelana de su abuela. Ella siempre jugaba con su muñeca Repollo, las otras ni siquiera las tocaba, no entendía por qué Osito les tenía tanta manía.
Al llegar la noche se fueron cada una a su habitación a dormir. Le tenía pena al muñeco, se lo había regalado su padre justo el día antes de tener el accidente de coche en el que murió decapitado. Pero eso la criatura no lo sabía, sencillamente siempre que lo miraba le daba un escalofrío.
La niña se tapó la cabeza con la sábana, ni siquiera tenía valor para mirar a Osito. Sólo se daba cuenta que Osito siempre la había mirado mal. Se lo había dicho a su madre muchas veces, pero esta decía que eran tonterías, que tenía que quererlo porque era el último regalo de su papá. Aun así, le daba miedo. La miraba mal.
Su madre al dejarla en la cama le había dado un beso y apagado la luz. En cuanto se cerró la puerta, Osito cobró vida de nuevo. La niña se encogió dentro de la cama. Intentó hacerse pequeña, muy pequeña, para que Osito no se diera cuenta que estaba allí, pero Osito la había visto. La miró a los ojos. Directamente. Una sonrisa curvó la lana que dibujaba la boca de Osito. Los botones que tenía por ojos empezaron a brillar y ella ya no pudo apartar los ojos de él. Del juego de té que había sobre la mesita en que hacía los deberes, Osito cogió un cuchillo que pareció muy afilado en su mano lanosa. Se hacía grande. Cada vez era más grande y la niña se sentía más pequeña. Ya no quedaban muñecas que decapitar, pensó. Seguía viendo cómo se hacía más y más grande y se acercaba despacio a la cama mientras la niña se encogía cada vez más. La mano de Osito destapó la sábana de un tirón. La niña gritó, se desgañitó gritando… o eso pensaba, ya que de su garganta no salía sonido alguno. Osito levantó el cuchillo por encima de su cabeza. Miró a la niña fijamente a los ojos con sus botones encendidos. La mano de lana cogió el pelo de la niña tirando de su cuerpecito hacia arriba. La niña apretó los ojos con fuerza, pensaba que cuando los volviera a abrir se despertaría de aquella pesadilla, aunque le dolía el pecho cuando respiraba y eso no le pasaba cuando soñaba.
La puerta de la habitación se abrió levemente. La madre de la niña se había vuelto a ver si ya dormía, estaba preocupada por sus fantasías. Osito se giró, sin soltar los pelos y arrastrándola tras él corrió a cerrarla. No pudo, la madre de la niña interpuso un pie entre la puerta y el marco. Osito soltó a la niña intentando coger esta vez el pelo de la madre. Escudándose en la puerta la abrió de golpe, pero Osito no reculó, se mantuvo como anclado al suelo. La mano de Osito con el cuchillo rasgó el brazo de la mujer. El olor ferroso de la sangre impregnó la moñita de lana que tenía por nariz Osito haciéndolo crecer todavía más y volviéndolo más agresivo. La madre hizo una señal a la niña que esta no entendió. Yacía postrada en el suelo sin ser capaz de moverse. Esta miraba con los ojos muy abiertos como el juguete que le había regalado su padre quería arrancar la cabeza de su madre también.
Ella tenía poca fuerza, era pequeña y nunca le gustó aquel muñeco, siempre le dio miedo y lo había dejado de lado. Ella prefería jugar con su muñeca. ¿Se había enfadado Osito por eso? Se acercó a él acariciando primero su pierna, era tan grande que no llegaba a poder abrazarlo. Siguió acariciándolo y con estupor vio que empezaba a encoger de nuevo. La madre se pudo soltar por fin. Unas gotas de sangre cayeron al suelo. Osito se las miró, pero ya no quería matar a la mamá, su amita por fin había reparado en él. Volvió a ser el osito de lana que esperaba paciente durante mucho tiempo que una niña lo quisiera.
En cuanto el muñeco volvió a ser de tamaño normal y aparentemente inofensivo, la madre cogió a la niña y se la llevó de aquella casa. No se paró ni a quitarse el pijama. Durmieron lejos de allí, en el coche.
A la mañana siguiente volvieron, esperando que todo hubiera sido una pesadilla, aunque el profundo rasguño del brazo le recordaba que no. Al entrar todo parecía estar en orden. La habitación de la niña no denotaba nada fuera de lo normal… excepto una cosa… El señor Osito no estaba, en su lugar estaban las últimas flores que habían llevado a la tumba de su papá.
Teresa Mateo Arenas
viernes, 10 de julio de 2020
Angustia
sábado, 4 de julio de 2020
Un día para olvidar (capítulo 2)
sábado, 9 de mayo de 2020
Cuarentena
—Tereeeee — oigo que me llaman—, ¿me puedes decir dónde carajos has metido mi pijama de los domingos?
En mi casa nadie encuentra nada. Mi marido se ha tomado muy en serio lo de hacer una lista para sobrellevar la pandemia.
—¿Es este? —Abro el cajón de la cómoda y saco el último pijama que he guardado y que resulta que es el que más le gusta al señor y lo tengo que lavar cuando se despista, porque no se lo quitaría—. A ver, pero ¿hoy no tocaba sesión de ejercicio mañanero?
—¿Era hoy? Creo que he perdido la cuenta, cariño ¿cuántos días llevamos ya encerrados?
—Encerrado tú, yo te recuerdo que tengo que ir a trabajar, lo mío se considera primera necesidad. Salgo del trabajo y me paso por el súper, haciendo unas colas de horas para que vosotros no tengáis que salir y no os expongáis al puñetero virus.
—Pues ayer no te pusiste mascarilla, a ver si nos vas a meter el virus en casa, piensa en los niños. Creo que deberías buscar donde vivir estos días, los vecinos el otro día me comentaron que no están tranquilos contigo en la escalera. Podías irte a casa de tu hermana, al fin y al cabo es una vieja solterona, no se perdería nada, ya has escuchado al vicepresi, total solo son viejos, no aportan nada y se gasta mucho en pensiones y médicos.
—Voy a pensar que lo dices en broma, cuando montaste aquel negociete bien que no le hiciste ascos al dinero que te prestó y que creo que ni siquiera se lo llegaste a devolver, porque el negocio no fue bien. ¿No pensaste que era difícil montar un negocio de hielo en el polo norte? Tú y tus negocios absurdos.
—Calla, calla, que empieza el Aló presidente, a ver cuántos días nos van a alargar esta vez. Cuando salgamos de esto lo primero que voy a hacer…
—Cuando salgamos de esto lo primero que vas a hacer son las maletas. Si yo me voy de aquí no sé qué sería de vosotros. Te pasas el día entre el balcón y la terraza. Lamento que ahora no puedas seguir con tus amiguitas poniéndome los cuernos y buscando excusas baratas.
—Amor, si te confesé todo aquello no era para que me lo reprocharas cada vez que tenemos un pequeño desencuentro.
—Claro que no, cielo, ya no te reprocho nada. Pero como quieres deshacerte de mí enviándome con mi hermana he pensado que te lo debía recordar, sabes perfectamente que si sigues aquí es porque en el fondo te aprecio.
—Yo saldría y haría todas esas cosas que haces tú, pero no me dejas. Ni siquiera tengo ropa para salir a la calle, no me has comprado ni una puñetera mascarilla y en zapatillas tampoco es muy recomendable salir.
—Vida, no necesitas salir de casa para nada. ¿No estás cómodo en casa? Tienes Netflix, HBO, Tve, un montón de películas y series para entretenerte. Me gusta tenerte en casa, lo sabes, me quejo de vicio. ¿Por qué crees que no te concedí el divorcio cuándo me lo pediste? Eres mío y siempre lo serás. Lo dijo el cura el día que nos casó.
—Mi madre me lo dijo, que no debía casarme contigo, pero la pistola de tu padre era un muy buen estímulo.
—Te encanta recordar esos pequeños detalles, por eso te quiero tanto, por eso siempre seguirás a mi lado mi amor.
—Pues claro, no puedo dejar de pensar cómo habría sido mi vida si aquel día hubiese sido más valiente.
—Amor, sólo habrías muerto unos cuantos años antes.
—Lo sé, cariño, el cianuro tenía muy mal sabor.