lunes, 14 de septiembre de 2020

Señor Osito

 

—Mamá, mamá, Osito le ha arrancado la cabeza a mi muñeca favorita—se quejaba la niña con tristeza.

—No te preocupes, mañana la llevaremos al hospital de muñecas y te la arreglarán.

—Pero es que Osito se ha vuelto malo, dice que le va a arrancar la cabeza a todas mis muñecas.

La madre tenía muchas cosas en la cabeza como para estar pendiente de las fantasías de la niña y las conversaciones que tenía con su oso de lana, así que olvidó la promesa hecha a su pequeña. Al cabo de dos semanas la niña estaba tan triste por su muñeca que la madre decidió llevarla a reparar. Al llegar al hospital el médico de las muñecas cogió el cuerpo y la cabeza por separado, los miró y con sumo cuidado los puso en una “camilla”. La niña, satisfecha, se cogió de la mano de su madre y salieron con la promesa de volver a recoger la muñeca en dos días.

Al llegar a casa la niña se fue a jugar a su habitación como tantas veces hacía. Al abrir la puerta se encontró un espectáculo desolador, el resto de sus muñecas estaban decapitadas y puestas en fila sobre la cama. La criatura emitió un grito mientras llamaba malo a Osito. La madre pensó que ya estaba bien de aquella broma y castigó a la niña sin helado y sin televisión toda la semana. Le dijo a la niña que ella no iba a reparar todas esas muñecas, que irían a la basura y no le pensaba regalar ninguna más, que estaba muy mal lo que había hecho. Aquellas eran unas muñecas muy caras ya que eran de la colección de su abuela, le dijo, y que se las había regalado porque había esperado que las cuidase como había lo hecho ella misma. A la niña en realidad le daban un poco de miedo las muñecas de porcelana de su abuela. Ella siempre jugaba con su muñeca Repollo, las otras ni siquiera las tocaba, no entendía por qué Osito les tenía tanta manía.

Al llegar la noche se fueron cada una a su habitación a dormir. Le tenía pena al muñeco, se lo había regalado su padre justo el día antes de tener el accidente de coche en el que murió decapitado. Pero eso la criatura no lo sabía, sencillamente siempre que lo miraba le daba un escalofrío.

La niña se tapó la cabeza con la sábana, ni siquiera tenía valor para mirar a Osito. Sólo se daba cuenta que Osito siempre la había mirado mal. Se lo había dicho a su madre muchas veces, pero esta decía que eran tonterías, que tenía que quererlo porque era el último regalo de su papá. Aun así, le daba miedo. La miraba mal.

Su madre al dejarla en la cama le había dado un beso y apagado la luz. En cuanto se cerró la puerta, Osito cobró vida de nuevo. La niña se encogió dentro de la cama. Intentó hacerse pequeña, muy pequeña, para que Osito no se diera cuenta que estaba allí, pero Osito la había visto. La miró a los ojos. Directamente. Una sonrisa curvó la lana que dibujaba la boca de Osito. Los botones que tenía por ojos empezaron a brillar y ella ya no pudo apartar los ojos de él. Del juego de té que había sobre la mesita en que hacía los deberes, Osito cogió un cuchillo que pareció muy afilado en su mano lanosa. Se hacía grande. Cada vez era más grande y la niña se sentía más pequeña. Ya no quedaban muñecas que decapitar, pensó. Seguía viendo cómo se hacía más y más grande y se acercaba despacio a la cama mientras la niña se encogía cada vez más. La mano de Osito destapó la sábana de un tirón. La niña gritó, se desgañitó gritando… o eso pensaba, ya que de su garganta no salía sonido alguno. Osito levantó el cuchillo por encima de su cabeza. Miró a la niña fijamente a los ojos con sus botones encendidos. La mano de lana cogió el pelo de la niña tirando de su cuerpecito hacia arriba. La niña apretó los ojos con fuerza, pensaba que cuando los volviera a abrir se despertaría de aquella pesadilla, aunque le dolía el pecho cuando respiraba y eso no le pasaba cuando soñaba.

La puerta de la habitación se abrió levemente. La madre de la niña se había vuelto a ver si ya dormía, estaba preocupada por sus fantasías. Osito se giró, sin soltar los pelos y arrastrándola tras él corrió a cerrarla. No pudo, la madre de la niña interpuso un pie entre la puerta y el marco. Osito soltó a la niña intentando coger esta vez el pelo de la madre. Escudándose en la puerta la abrió de golpe, pero Osito no reculó, se mantuvo como anclado al suelo. La mano de Osito con el cuchillo rasgó el brazo de la mujer. El olor ferroso de la sangre impregnó la moñita de lana que tenía por nariz Osito haciéndolo crecer todavía más y volviéndolo más agresivo. La madre hizo una señal a la niña que esta no entendió. Yacía postrada en el suelo sin ser capaz de moverse. Esta miraba con los ojos muy abiertos como el juguete que le había regalado su padre quería arrancar la cabeza de su madre también.

Ella tenía poca fuerza, era pequeña y nunca le gustó aquel muñeco, siempre le dio miedo y lo había dejado de lado. Ella prefería jugar con su muñeca. ¿Se había enfadado Osito por eso? Se acercó a él acariciando primero su pierna, era tan grande que no llegaba a poder abrazarlo. Siguió acariciándolo y con estupor vio que empezaba a encoger de nuevo. La madre se pudo soltar por fin. Unas gotas de sangre cayeron al suelo. Osito se las miró, pero ya no quería matar a la mamá, su amita por fin había reparado en él. Volvió a ser el osito de lana que esperaba paciente durante mucho tiempo que una niña lo quisiera.

En cuanto el muñeco volvió a ser de tamaño normal y aparentemente inofensivo, la madre cogió a la niña y se la llevó de aquella casa. No se paró ni a quitarse el pijama. Durmieron lejos de allí, en el coche.

A la mañana siguiente volvieron, esperando que todo hubiera sido una pesadilla, aunque el profundo rasguño del brazo le recordaba que no. Al entrar todo parecía estar en orden. La habitación de la niña no denotaba nada fuera de lo normal… excepto una cosa… El señor Osito no estaba, en su lugar estaban las últimas flores que habían llevado a la tumba de su papá.

Teresa Mateo Arenas




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