Los años no pasaban en balde, cada mañana le costaba más levantarse de la
cama, no porque le gustase estar acostada, nada más lejos de la realidad,
sencillamente los huesos ya no la sostenían como antes, aquella energía que
emanaba de su menuda figura cada vez disminuía un poco más. Ella que había sido
un torbellino en su juventud, ahora necesitaba media vida para realizar las
tareas que en un par de horas habría tenido listas hacía tan solo unos años.
Aquella mañana se había levantado triste, no sabía el por qué, ni el
como, ni el cuando, pero la nostalgia hacía mella en su corazón, cogió un álbum
de fotos y las fue repasando una a una, pasando las arrugadas manos con ternura
por cada una de ellas. Cuántos recuerdos había encerrados en aquellas páginas,
enganchados con tanto mimo durante toda una vida.
Miraba un retrato y rememoraba momentos que nunca volverían, entonces
pasaba el dedo por encima de los ojos, le atusaba el pelo como solía hacerlo
cuando estaba con vida, se llevaba la foto a los labios y le daba un tierno
beso. Pasaba otra lámina y repetía la misma operación, esta vez con otro
miembro ausente ya de su vida.
—¿Por qué, Señor, te los llevaste a todos? Qué hago en este mundo, si no
tengo con quién compartirlo —se preguntaba cada día de su vida desde que esta
se había cebado tan cruelmente con ella.
Pasaba otra lámina y empezaba de nuevo el ritual, ojos, pelo, beso,
abrazo.
Aquella mañana le costaba dejar atrás los recuerdos, eran ya demasiados
años sola, sin nadie a quien hablar, a quien regañar o a quien besar cuando
sale por la puerta, bueno, hablaba con la doctora de vez en cuando, se sentaba
en la sala de espera una hora antes de que le tocase su turno y si no hablaba
al menos escuchaba voces humanas, y de tanto en tanto alguna persona solitaria
como ella entablaba conversación, aquellos eran los únicos momentos en que no
pensaba demasiado, escuetos momentos en los que olvidaba lo mucho que pedía
encontrarse pronto con ellos, aquellos ratitos no sabía si eran para bien o
para mal, ya que al volver a casa, con una bolsa de magdalenas y un par de
bricks de leche, por no cocinar muchos días pasaba con eso, se sentía más sola,
y volvía a preguntarle a Dios por qué la había dejado tan sola.
Aquel día no tuvo ganas ni del vaso de leche con la magdalena que se
comía para desayunar, hacía días que no tenía hambre, comía algo porque había
que hacerlo, y las pastillas de la tensión, junto con los calmantes para el
dolor de huesos, no le sentaban bien.
Volvió a coger el álbum y lo abrazó con fuerza, allí estaba la foto de
aquella jovencita de veinticuatro años que el cáncer le arrebató siendo casi
una niña, tan guapa ella, tan joven. Y la otra, la de Pepe, aquel día que
hicieron aquella barbacoa para los amigos y una tormenta les impidió llegar,
los perros se pusieron las botas, una tímida sonrisa brotó de sus labios,
menudo fin de semana, de película, la tormenta casi inunda la casa, las
carreteras quedaron inservibles y ellos aislados, fue un buen fin de semana, y
los perros, asustados como gallinas, pero para comerse la carne que se mojó no
se asustaron, pensaba ahora ya con una gran sonrisa al recordarlo.
Debería desayunar, ¿Había tomado las pastillas aquella mañana? No lo
recordaba, bueno, seguro que no, pensó, tampoco tenía hambre, no le apetecía
levantarse del sofá, ahora que había encontrado una postura cómoda y no le
dolía demasiado la espalda, igual sí que se las había tomado.
No recordaba qué estaba haciendo, bueno, quizá debería desayunar, pensó
de nuevo, esta memoria, nunca me acuerdo de lo que hice hace dos minutos,
señor, ¿por qué estoy tan sola? Debo estar pagando algún pecado de otra vida,
si no, no entiendo este castigo. Creo que ya desayuné, sí seguro, porque me he
debido tomar las pastillas o me dolería la espalda mucho más, aguantar tanto
dolor, ¿para qué? se preguntaba de nuevo.
Se miró las manos, unas manos nudosas con los dedos retorcidos por la
artrosis, tenía una foto en la mano, la miró sorprendida, mamá, que guapa
estabas en esta foto, fue de las primeras, con aquel color sepia que le había
dado el tiempo, parecía una artista de cine, qué guapa estaba su madre, y eso
que era mayor.
Volvió a coger el álbum y lo apretó contra el pecho, allí estaban las
personas que había amado en aquella azarosa vida, su hija, su marido, su madre,
a su padre nunca lo conoció, lo mataron en la guerra, aquella guerra que
dividió para siempre a las familias, a su madre nunca quisieron hablarle los
familiares de su padre, quizá por eso estaba tan sola, no llegó a conocer a
ninguno de ellos, que estaba en el bando equivocado, decían; ¿y ellos sabían
cual era el correcto? Le tocó y punto, zanjaba su madre el tema, siempre le
dijo que era muy guapo su padre, que se parecía a Errol Flynn, por eso ella
¿Dónde estaba aquella foto? Bueno, seguro que salía por allí, guardaba una foto
recortada de una revista y lo miraba haciéndose cuenta que era su padre, en
verdad era guapo, muy guapo, ajá, sonrió al encontrar el recorte en un
separador.
—Hola, mi Príncipe —le dijo al caniche que se acomodaba en su regazo—
¿dónde te habías metido? ¿Has comido, Príncipe? No recuerdo si te puse de
comer, supongo que sí, o ya estarías ladrando, que no perdonas nada.
Volvió a abrazar el álbum de fotos, pasó de nuevo las rugosas manos por
la portada, la que había decorado con un collage de las fotos más relevantes,
así si no quería abrirlo las podía ver, cuando tenía los brotes de dolor le
costaba incluso pasar las páginas.
Príncipe empezó a lamerle la cara, ella no solía dejarlo, pero en aquel
momento no le molestaba, era el único que le daba un poco de calor en aquella
soledad, se relajó y cerró los ojos, estaba tan cansada, daría una cabezadita
antes de comer, o ¿había comido ya? ¿Qué hora sería? Pasaban tan lentos los
días. Bueno, daba lo mismo, tampoco tenía hambre, se le aflojaron las manos y
el álbum de fotos resbaló de su regazo, su boca se curvó hacía arriba en una
mueca de felicidad, allí estaban sus seres queridos, habían venido a verla, qué
ilusión, quiso llamarlos para que se acomodaran a su lado, la mano cayó laxa en
el sofá.
Príncipe aulló con desesperación lamiendo sus mejillas, estuvo así largo
rato, hasta que, con una carita de pena que solo pueden poner los hijos
peludos, de nuevo se acomodó en su regazo.
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