viernes, 29 de octubre de 2021

Sala de autopsias

 

No sé qué estoy haciendo aquí. Este lugar es horrible, frío y aséptico. Debería estar en mi casa escribiendo el relato para el taller de Enrique y, sin embargo, siento un frío que me sube por la espalda y que no puedo controlar. El caso es que es un frío raro, como el color de las baldosas que cubren la pared. Unas baldosas blancas, cuyas rayas están oscurecidas de toda la sangre y otros fluidos que caen a diario sobre ellas. Quizá sea por la mortecina iluminación que las veo así. Definitivamente este sitio es horrible, los fluorescentes que cuelgan del techo generan una luz blanca y brillante mientras que de vez en cuando alguno emite molestos zumbidos y el del fondo que nunca acaba de encenderse le dan a la sala el aspecto de importar poco lo que hay aquí.

Aquí sólo hay acero inoxidable y baldosas blancas, como en cualquier hospital de cualquier ciudad. Bueno, ahora ya no son tan feas, pero me ha tocado un hospital viejo y decrépito con el equipamiento entre la edad media y el futuro lejano.

No contentos con esa luz de fluorescente unos blancos y otros amarillentos, que venga mantenimiento, por favor, sobre mí alguien ha puesto un foco que se dirige hacia donde necesita el patólogo. Querrán contarme los lunares. Qué chiste más malo, por favor. Que alguien me despierte de este sueño que ya me quiero ir a mi casa, como broma ya valió.

¡Qué viene por aquí!, sobre un pijama verde un delantal blanco, de plástico, lleno de manchas rojas, diría que es sangre, se acerca por el otro lado de la mesa en la que me tienen y de la que no me puedo mover. No lo entiendo, ya no tengo frío, ahora siento que están a punto de hacer algo que intuyo que no me va a gustar. Arrrggg, ¡Oiga! Qué eso es mi pecho. ¿Pues no se ha puesto a serrarme el esternón? Esa sierra da mucha grima. Y ese grifo que hay sobre la mesa de autopsias soltando agua todo el rato… ¿He dicho autopsias? Sigo sin saber qué hago aquí. ¡Ah! Creo que ya lo sé, estamos rodando un capítulo de la serie BONES ¡Qué buena serie! Muy realista, y si no que me lo digan a mí. Tan realista que acaban de sacarme el hígado, parece que lo tengo un poco graso, y el que hace de patólogo se lo ha dado al ayudante para que lo pese en la báscula que cuelga del techo, y ¡mira que chula!, envía los datos directamente al ordenador que hay en la pared del fondo.

Ahora parece ser que me quieren abrir el cráneo, directamente como lo cuento. Me estoy inquietando un poco más de lo que ya lo estaba, pero todo sea por la ciencia. Con una sierra circular me están serrando la bóveda craneal. ¡Dios mío!, parece que estoy en una carpintería, me han separado la bóveda con un escoplo y la levantan con el extremo ganchudo de un martillo. Los líquidos escurren a través de los desagües de la mesa de autopsias desprendiendo un olor de lo más nauseabundo, supongo que para eso el chorro de agua casi constante que va cayendo sobre mí. Ahora entiendo que me tuvieran en ese enorme refrigerador acompañado de otros como yo. Sí, un refrigerador como ese que sale en todas las películas policiacas en las que hay que identificar algún cadáver… pues sí, me acabo de dar cuenta que el cadáver soy yo…

No parece que esté en ningún set de grabación, estoy muerto y muy muerto.

Mi alma, o como la quieras llamar, acaba de salir de mi cuerpo y se está dirigiendo hacia la luz, esa luz que dicen que todos vemos a la hora de partir. Doy fe que así es.




miércoles, 28 de octubre de 2020

El almacén

 

—¿Hay alguien? —Gritó la señora al encontrarse la tienda solitaria.

Nada, nadie respondió. Esperó unos minutos pero nadie acudía a su llamada. Se aventuró a entrar y dar una vuelta por todo el local. Allí no parecía haber ser humano alguno. Aquello era bastante raro, puesto que los dueños no eran precisamente personas confiadas. Recorrió toda la tienda de arriba abajo. Todo parecía en orden, excepto un par de sacos de semillas que se habían volcado y  vertido parte de su contenido al suelo. La buena mujer tenía prisa y necesitaba unas plantas para el jardín, al ver que la puerta del almacén estaba abierta se aventuró a dar otra voz a ver si por fin aparecían por allí los dueños.

—¿Hay alguien? —Repitió por no sabía cuantas veces, y ahora lo había hecho a voz en grito. Allí tampoco parecía que hubiera nadie. Estaba oscuro como boca de lobo. Tanteó la pared buscando un interruptor o algo que diera un poco de luz, aunque fuera una linterna. ¡Eso era! Qué tonta. Sacó el móvil y apuntó con la luz del aparato al interior del almacén.

Al dar unos cuantos pasos se encontró con unos escalones que no había visto antes. Bajó con toda la precaución que pudo ya que el suelo estaba cargado de humedad y estaba resbaladizo. Sólo le faltaba caerse, pensó. Agarrándose a una áspera pared bajó los cuatro peldaños que la separaban del almacén. Una arcada le revolvió el estómago, del interior emanaba un hedor insoportable. Irrespirable. Aquel lugar parecía que no se hubiese limpiado en años. Así crecían las semillas, sin necesidad de tierra, bromeó para sus adentros más por darse ánimo que porque le hiciera una pizca de gracia nada de todo aquello.

Al adentrarse más le pareció escuchar un sonido líquido, como el de una gota de agua cayendo en un cubo. ¡Para cuatro plantas que quería!, le habría salido más a cuenta cogerlas directamente y volver otro día a pagarlas. Estaba perdiendo toda la tarde buscando a unas personas irresponsables. Y aquel ruido, aquel ruido la estaba poniendo de los nervios. Levantó el móvil por encima de unas estanterías viejas, que se aguantaban por la quietud, esperando encontrar el puñetero grifo que goteaba en algún cubo. No soportaba aquel ruido. Aquel sitio le daba escalofríos. Parecía el escenario de una novela de Stephen King, La niebla le vino a la mente al pensarlo. Un estremecimiento recorrió su columna vertebral. Le estaba costando respirar. Aquel lugar le producía arcadas. El olor era cada vez más irrespirable, se le había pegado a la lengua el acre del ambiente y la sentía muy áspera. Siguió adentrándose entre cajas, macetones y sacos, todo lo cual parecía llevar allí siglos. Tropezó con una baldosa que estaba levantada dando un traspiés.

Sin pretenderlo había encontrado el origen del molesto goteo. Había resbalado con un líquido oscuro y viscoso golpeándose la cabeza perdiendo por un momento el mundo de vista. Al ir a incorporarse una gota cayó sobre ella. Una gota de un líquido viscoso y caliente. Miró para arriba. De una viga colgaban los dueños de la tienda abiertos en canal. Un grito escapó de su garganta sin siquiera pretenderlo. Una cuerda se cerró en torno a uno de sus pies elevándola junto a las personas que buscaba. El sonido de una sierra mecánica se escuchó al ponerse en marcha. Una sierra que se acercaba lentamente hacía ella.



 

lunes, 14 de septiembre de 2020

Señor Osito

 

—Mamá, mamá, Osito le ha arrancado la cabeza a mi muñeca favorita—se quejaba la niña con tristeza.

—No te preocupes, mañana la llevaremos al hospital de muñecas y te la arreglarán.

—Pero es que Osito se ha vuelto malo, dice que le va a arrancar la cabeza a todas mis muñecas.

La madre tenía muchas cosas en la cabeza como para estar pendiente de las fantasías de la niña y las conversaciones que tenía con su oso de lana, así que olvidó la promesa hecha a su pequeña. Al cabo de dos semanas la niña estaba tan triste por su muñeca que la madre decidió llevarla a reparar. Al llegar al hospital el médico de las muñecas cogió el cuerpo y la cabeza por separado, los miró y con sumo cuidado los puso en una “camilla”. La niña, satisfecha, se cogió de la mano de su madre y salieron con la promesa de volver a recoger la muñeca en dos días.

Al llegar a casa la niña se fue a jugar a su habitación como tantas veces hacía. Al abrir la puerta se encontró un espectáculo desolador, el resto de sus muñecas estaban decapitadas y puestas en fila sobre la cama. La criatura emitió un grito mientras llamaba malo a Osito. La madre pensó que ya estaba bien de aquella broma y castigó a la niña sin helado y sin televisión toda la semana. Le dijo a la niña que ella no iba a reparar todas esas muñecas, que irían a la basura y no le pensaba regalar ninguna más, que estaba muy mal lo que había hecho. Aquellas eran unas muñecas muy caras ya que eran de la colección de su abuela, le dijo, y que se las había regalado porque había esperado que las cuidase como había lo hecho ella misma. A la niña en realidad le daban un poco de miedo las muñecas de porcelana de su abuela. Ella siempre jugaba con su muñeca Repollo, las otras ni siquiera las tocaba, no entendía por qué Osito les tenía tanta manía.

Al llegar la noche se fueron cada una a su habitación a dormir. Le tenía pena al muñeco, se lo había regalado su padre justo el día antes de tener el accidente de coche en el que murió decapitado. Pero eso la criatura no lo sabía, sencillamente siempre que lo miraba le daba un escalofrío.

La niña se tapó la cabeza con la sábana, ni siquiera tenía valor para mirar a Osito. Sólo se daba cuenta que Osito siempre la había mirado mal. Se lo había dicho a su madre muchas veces, pero esta decía que eran tonterías, que tenía que quererlo porque era el último regalo de su papá. Aun así, le daba miedo. La miraba mal.

Su madre al dejarla en la cama le había dado un beso y apagado la luz. En cuanto se cerró la puerta, Osito cobró vida de nuevo. La niña se encogió dentro de la cama. Intentó hacerse pequeña, muy pequeña, para que Osito no se diera cuenta que estaba allí, pero Osito la había visto. La miró a los ojos. Directamente. Una sonrisa curvó la lana que dibujaba la boca de Osito. Los botones que tenía por ojos empezaron a brillar y ella ya no pudo apartar los ojos de él. Del juego de té que había sobre la mesita en que hacía los deberes, Osito cogió un cuchillo que pareció muy afilado en su mano lanosa. Se hacía grande. Cada vez era más grande y la niña se sentía más pequeña. Ya no quedaban muñecas que decapitar, pensó. Seguía viendo cómo se hacía más y más grande y se acercaba despacio a la cama mientras la niña se encogía cada vez más. La mano de Osito destapó la sábana de un tirón. La niña gritó, se desgañitó gritando… o eso pensaba, ya que de su garganta no salía sonido alguno. Osito levantó el cuchillo por encima de su cabeza. Miró a la niña fijamente a los ojos con sus botones encendidos. La mano de lana cogió el pelo de la niña tirando de su cuerpecito hacia arriba. La niña apretó los ojos con fuerza, pensaba que cuando los volviera a abrir se despertaría de aquella pesadilla, aunque le dolía el pecho cuando respiraba y eso no le pasaba cuando soñaba.

La puerta de la habitación se abrió levemente. La madre de la niña se había vuelto a ver si ya dormía, estaba preocupada por sus fantasías. Osito se giró, sin soltar los pelos y arrastrándola tras él corrió a cerrarla. No pudo, la madre de la niña interpuso un pie entre la puerta y el marco. Osito soltó a la niña intentando coger esta vez el pelo de la madre. Escudándose en la puerta la abrió de golpe, pero Osito no reculó, se mantuvo como anclado al suelo. La mano de Osito con el cuchillo rasgó el brazo de la mujer. El olor ferroso de la sangre impregnó la moñita de lana que tenía por nariz Osito haciéndolo crecer todavía más y volviéndolo más agresivo. La madre hizo una señal a la niña que esta no entendió. Yacía postrada en el suelo sin ser capaz de moverse. Esta miraba con los ojos muy abiertos como el juguete que le había regalado su padre quería arrancar la cabeza de su madre también.

Ella tenía poca fuerza, era pequeña y nunca le gustó aquel muñeco, siempre le dio miedo y lo había dejado de lado. Ella prefería jugar con su muñeca. ¿Se había enfadado Osito por eso? Se acercó a él acariciando primero su pierna, era tan grande que no llegaba a poder abrazarlo. Siguió acariciándolo y con estupor vio que empezaba a encoger de nuevo. La madre se pudo soltar por fin. Unas gotas de sangre cayeron al suelo. Osito se las miró, pero ya no quería matar a la mamá, su amita por fin había reparado en él. Volvió a ser el osito de lana que esperaba paciente durante mucho tiempo que una niña lo quisiera.

En cuanto el muñeco volvió a ser de tamaño normal y aparentemente inofensivo, la madre cogió a la niña y se la llevó de aquella casa. No se paró ni a quitarse el pijama. Durmieron lejos de allí, en el coche.

A la mañana siguiente volvieron, esperando que todo hubiera sido una pesadilla, aunque el profundo rasguño del brazo le recordaba que no. Al entrar todo parecía estar en orden. La habitación de la niña no denotaba nada fuera de lo normal… excepto una cosa… El señor Osito no estaba, en su lugar estaban las últimas flores que habían llevado a la tumba de su papá.

Teresa Mateo Arenas




viernes, 10 de julio de 2020

Angustia



No sé dónde estoy. No sé cómo he llegado aquí: sigo en la moto, esperando ver algo del paisaje que me dé una pista sobre dónde me ha traído perseguir a esta gente. Mejor dicho, dónde me he metido yo solito. ¿De verdad merece la pena? No estoy seguro. El corazón parece que vaya a estallarme. No encuentro suficiente aire para llenar mis pulmones. Por una parte mi cuerpo me advierte: quiero largarme de aquí. No es un sitio seguro. Independientemente del tipo de gente a la que estoy vigilando, estoy en un sitio que no conozco y al que no sé cómo he llegado. Iba demasiado concentrado en seguir el coche como para fijarme en los paisajes e intentar hacerme una idea de a dónde se dirigían. No importaba el lugar, solo ellos. El problema viene ahora: ¡cómo cojones voy a salir de aquí!

Respiro hondo. Necesito analizar la situación con objetividad. Ahora que he llegado hasta aquí no puedo echarme atrás. La verdad saldrá a la luz, me aseguraré de ello aunque me cueste la vida.

Estoy empapado en sudor. El aire sigue resistiéndose a entrar en mi cuerpo. El peso que llevo en la cabeza no deja fluir mis pensamientos. El casco me estorba. Me lo quito, esperando que esta especie de vértigo que siento disminuya, pero no funciona. El casco no es mi problema. Mi problema soy yo.
A pesar de la angustia y de que las ominosas sombras parecen querer traspasarme, bajo de la moto y me acerco a ellos. Ahora que lo pienso, me parece un lugar absurdamente tétrico para una reunión como esta. Se supone que son gente peligrosa, gente con la que no deberías meterte, gente a la que no debes vigilar. Justo lo contrario de lo que estoy haciendo yo ahora. Supongo que las películas no son siempre tan absurdas como parecen.
Consigo reunir el valor suficiente para acercarme e intentar grabar la lejana conversación que apenas me llega como un susurro.
¡Menuda torpeza la mía! El ruido que ha hecho el casco al caer ha tenido que alertar a las personas que sigo. Alzo la vista, nervioso, intentando comprobar algo que ya sé. ¡Tengo que salir de aquí cagando leches! ¡Estúpidas manos! ¿No teníais otro momento mejor para fallarme? Rápidamente, intento alcanzar el casco de nuevo para subir en la moto y huir hacia una dirección, la que sea. Cualquier sitio es mejor que estar aquí. Antes de que pueda llegar a tocarlo, alguien grita detrás de mí:
—¡Oye, tú!
Cuando me giro hay una mujer apuntándome con una linterna. Me ciega. No me lo esperaba. Ha sido muy rápida, no la he visto llegar. ¿Cómo coño ha llegado tan rápido? Y lo más importante; ¿de dónde carajos ha salido? Ahora eso no importa, no tengo tiempo para pensar. Es más importante actuar. Consigo alcanzar el casco y salgo corriendo en busca de una salida.
Mis dedos están torpes, tengo las manos sudadas. El casco resbala de mi mano, me hace perder un tiempo sumamente necesario. ¡Joder, joder, joder! Lo dejos en el suelo. Acelero el paso todo lo que puedo. Está oscuro y no veo más allá de mis narices. Algo serpenteante se ha enredado en mi pie. ¡Mierda! Ahora no.
Me caigo. En la caída me he golpeado la cabeza, un hilillo de sangre sale de mi frente. Estoy aturdido, pero debo seguir, aunque no puedo desenredar el pie de la rama que me lo ha atrapado. La cabeza me duele y no puedo pensar con claridad, sólo sé que tengo que correr lo más rápido que pueda en cuanto consiga desenredar mi pie. Lo estoy consiguiendo, creo que me he torcido el tobillo pero puedo caminar.
Algo duro y frío aprieta mi nuca. Es el fin. Aún no estoy literalmente muerto pero tampoco estoy literalmente vivo. No sé dónde estoy. ¿En qué estoy metido? Estoy rodeado de unos tipos que no conozco. ¿Cómo he llegado hasta aquí? Estos no son los tipos a los que he seguido. La cabecilla es una mujer y no me es desconocida del todo. La he cagado. ¿La noticia merecía la pena? Ahora no estoy tan seguro.




sábado, 4 de julio de 2020

Un día para olvidar (capítulo 2)


En casa se habían quedado su hermano Juan y su cuñada Gemma, esta era un poco más persona que la mujer de su hermano Javier, mientras, cuidaban a su madre y le hacían creer que todo estaba bien. Por desgracia o por suerte, en aquel momento para ella los períodos lúcidos pasaban rápido y volvía a su mundo interior. Vivía en un mundo en el que no cabía la realidad. Un mundo lleno de tinieblas en el que cada vez se sumergía más a menudo y le costaba más salir de esa zona nebulosa en que se mantenía ajena a la realidad.
Gemma estuvo recogiendo lo que habían preparado para la cena de nochebuena, que había quedado intacto, era una mujer activa y no podía estar mano sobre mano. No quería pensar, tenía un mal presentimiento y a medida que pasaban las horas sin noticias de Ramiro, ese presentimiento se acentuaba. Juan no hacía más que dar vueltas arriba y abajo de la casa, cosa que estaba sacando de quicio a Gemma. Entendía perfectamente que estuviese nervioso, pero sería más productivo ayudándola a ella o sacando a su madre a pasear para distraerla, que desgastando las baldosas del suelo.
—Juan, por favor, ¿puedes parar un poco de dar paseos? Cariño, todos estamos nerviosos, pero no por eso aparecerá antes.
—Lo sé, pero no puedo evitarlo, esto me huele muy mal, no entiendo cómo se ha podido perder de esta manera —le dijo bajando la voz para que no lo escuchase su madre.
Le costaba pensar que le hubiese pasado otra cosa que no fuera que se había despistado, aunque en su fuero interno sabía que aquella era la más improbable de todas las hipótesis. Ramiro era un niño grande y como niño que era,  sus costumbres eran fijas. Su día a día era uno calcado del otro, por eso todos en la casa tenían esa sensación en la boca del estómago. Todos menos Marina, en su mundo apenas se daba cuenta de que su hijo hacía más de dieciocho horas que no aparecía por casa, ella, que desde que con tres añitos, los pediatras detectaron que Ramiro padecía una discapacidad intelectual, debido a un medicamento prescrito durante el embarazo, no se había separado de él en ningún momento. Ahora, solo en alguna esporádica ocasión se daba cuenta que no estaba, pero no recordaba cuánto tiempo hacía desde que lo había visto por última vez, así que preguntaba por Ramirito, así le llamaban en casa, ocasionalmente, entonces Juan le decía que acababa de salir, que en un rato volvería y ella volvía a sumirse en su mundo de sombras nuevamente.
Juan accedió a la recomendación de su mujer y sacó a su madre a pasear, más por él que por ella, pero tenía que hacer algo. Mientras tanto, Gemma terminaba de ordenar la cocina esperando una llamada de su cuñada, se ponía en la piel de ella y la verdad era que no podía dejar de admirarla, a sus treinta y dos años llevaba tiempo haciéndose cargo de una madre enferma y un hermano que, aunque se valía perfectamente por si mismo, había que estar pendiente de él, ya que si no le decías que comiera él no comía, y si no le decías que se duchase él no sabía que lo tenía que hacer, incluso le tenía que ayudar con el afeitado, la maquinilla eléctrica no la sabía hacer servir y con las desechables se cortaba, así que cada dos o tres días, Yolanda, incluso lo afeitaba.
Gemma se quedó pensativa, se estaba nublando, el tiempo se había vuelto desapacible y húmedo, los nubarrones cada vez oscurecían más la montaña y el olor a tierra mojada se sentía en el ambiente. De pronto un escalofrío atravesó su columna vertebral, cruzó los brazos abrazándose a sí misma, no sabía bien si para darse calor o ánimos, así que por hacer algo cogió un par de troncos y los echó en la chimenea atizando las brasas para que a continuación prendieran y caldearan un poco más la estancia. Nadie se había acordado de avivar el fuego y este prácticamente se había apagado. Viviendo en una casa rural la calefacción eléctrica no tenía sentido. En la chimenea se quemaban todos los rastrojos y troncos de la poda de los árboles del pequeño huerto que tenían detrás de la casa, y que ya solo acogía unos cuantos frutales, que cada vez más se iban retorciendo en nudosas y viejas ramas, como si se solidarizasen con Marina. Ella los había cuidado siempre con tanto cariño que ahora notaban que no eran las mismas manos las que lo hacían, perdían vitalidad al mismo ritmo que lo hacía ella.

Javier después de llegar a su casa se arrepintió de haberse ido. No había estado a la altura. No obstante, vio a Montse revolverse inquieta en el sofá, para ella aquello no tenía la menor relevancia, ya que ella no empatizaba con la familia de su marido. Tampoco era un secreto; hacía tres o cuatro visitas al año y con eso cumplía. En realidad siempre pensó que su familia política no estaba a su altura. No le supuso ningún esfuerzo marcharse, así que llegó a su casa y tranquilamente se fue a dormir. Habían quedado con su familia para comer el día de navidad en un restaurante bastante lujoso y quería estar perfecta. No así Javier; en aquel momento tenía una sensación de culpa y remordimiento, un desasosiego que no lo dejaba en paz. Se puso en pie de pronto y le dejó una nota a su mujer. Una nota en la que le decía que sintiéndolo mucho aquel día no estaba para fiestas, que lo excusase ante sus familiares, pero tenía que estar con sus hermanos. No podía dejarlos solos en aquellas circunstancias.
Llegó a casa de su madre casi a mediodía. Al entrar por la puerta, Juan, por unos segundos, pensó que era Ramiro, estaba a punto de preguntarle dónde había estado cuando vio que era Javier.
—Ah, ¿eres tú? —dijo con malestar.
—¿Esperabas a otra persona? —respondió con igual tono.
—Pues claro. No te pongas mordaz que no te pega. Ramiro no ha aparecido, pero ni siquiera has preguntado por él.
—No me has dado tiempo. No estés a la defensiva, estoy aquí, ¿no?
—Está bien, tenemos que estar unidos, pero no creas que voy a olvidar el desplante de anoche.
Javier agachó la cabeza mientras su mirada se posaba en algún punto indeterminado de la alfombra. Movió el pie intentando sacar una inexistente mancha para evitar a toda costa el contacto visual con su hermano.
Fuera, el día cada vez se oscurecía más. Un espantoso trueno sobrecogió a los dos hermanos. Se miraron y esta vez Javier preguntó por su hermana menor. Juan le informó que se había ido a pegar carteles y todavía no había vuelto, que estaba a punto de llamarla cuando él había aparecido por la puerta.

 En el pueblo, el grupo que se había formado estaba de vuelta. Habían salido a la desbandada sin un plan de búsqueda. Sin nadie que coordinara la expedición, cosa que Alex imaginaba. Nadie quiso escuchar a un poli de ciudad, así que se sumó a la búsqueda como un vecino más; pensó que cuando vieran que las cosas no salían como esperaban, se decidirían a dejarle actuar como le habían enseñado en la academia. No se había separado de Yoli en ningún momento, a ella no le parecía necesario, pero él la convenció y le dijo que si aparecía era mejor que él estuviese a su lado, por si había que hacer algún informe, (aquello no era del todo cierto, no era capaz de decirle que una de las posibilidades era que Ramiro estuviese muerto). Alex les dejó muy claro que si lo encontraban y estaba herido, sobre todo, que no lo tocasen. Les avisó que podía ser peor. Gracias a las benditas series de policía de la tele, todo el mundo estuvo de acuerdo.
De pronto empezó a tronar y a caer una lluvia torrencial. Yolanda quería seguir buscando a toda costa pero Alex se negó rotundamente. Casi a la fuerza la obligó a volver. Con esa lluvia no podían caminar por el monte, se hundían los pies en el fango y no quería sumar una desgracia más, le dijo inflexible.
Casi a la fuerza la condujo a su casa con una promesa: en cuanto escampara haría venir a los perros rastreadores y las patrullas que hiciesen falta. De aquella manera no podía seguir, le dijo. Además no había comido nada en todo el día y si quería ayudar tenía que alimentarse. Sin fuerzas, le dijo, no sería de mucha ayuda, con eso la acabó de convencer.
Invitó a Alex a pasar cuando llegaron. Le presentó a su otro hermano, puesto que a Juan ya lo conocía. Se saludaron aunque con cierto recelo. Javier desconfiaba de todos los hombres que se acercaban a su hermana, cosa que a ella le indignaba, pero aceptaba por ser el que siempre había estado allí para ella. Era  el más cercano en edad y cómplice de sus travesuras infantiles.
Se dieron la mano como caballeros, pero ninguno se quitó el ojo de encima. Yoli se daba cuenta que sin conocerse de nada había una tensión entre ellos inexplicable, así que le dijo a su cuñada que llevase a su madre a la cocina, que tenían que hablar. Una vez solos invitó a Alex a explicar los planes de búsqueda, este se metió a fondo, intentando agradar al hermano tanto como a ella e intentando que lo que decía no sonase ni demasiado optimista, ni demasiado pesimista, cosa que era bastante complicado, dadas las circunstancias.
Terminado el discurso se dispusieron a cenar algo. Había sido un día muy duro y estaban exhaustos, ninguno tenía hambre, pero como les dijo Alex, en aquel momento no podían desfallecer, y alimentarse bien era primordial para todo lo que les esperaba. Sin querer ser fatalista les dijo que estuviesen preparados para cualquier noticia, mala o buena. También les dijo que haría todo lo que estuviera en su mano para que aquel caso se esclareciera lo antes posible, dicho esto, Alex declinó la invitación a cenar con ellos, aludiendo que tenía trabajo que hacer y se marchó.

Cuando Alex llegó a comisaría, bien entrada la noche, lo primero que hizo fue poner en marcha un dispositivo de búsqueda urgente. Estaba dada la voz de alarma pero el protocolo que se había seguido era el normal; pidió perros rastreadores, patrullas de montaña, etc. Movilizó los refuerzos necesarios para escudriñar el monte de arriba abajo. Aunque llevaba lloviendo torrencialmente toda la noche, esperaba, cuando dejase de llover, hallar alguna pista que diera con su paradero.
Una vez que tuvo todo preparado, salió a desayunar. Salió sin una idea preconcebida, era un hombre metódico. Siempre hacía las comidas en el bar de al lado de la comisaría, pero esa mañana ni siquiera se dio cuenta que se había alejado más de lo normal. Caminaba ensimismado en sus pensamientos, concentrado en el problema que se le avecinaba. Nunca pensó tenerse que enfrentar de esa manera al dolor de una familia. Un dolor que le estaba afectando demasiado… de nuevo.
—¿Qué tomará el agente? —preguntó Maruja displicente.
Se la quedó mirando como si la mujer, en realidad, fuera un fantasma o un extraterrestre. No tenía ni idea de cómo había llegado hasta allí.
—Capitán —sonrió Maruja al decirlo— le pongo algo o ¿ha venido a pasar el rato?
—Inspector, solo soy inspector —aclaró sin darse cuenta de la mofa de la dueña de la cafetería—. Un café con leche y un cruasán, gracias.
Maruja se fue a preparar el encargo, cuando volvió se lo puso delante, entre el periódico y él, y, sin pedir permiso, se sentó a la mesa.
—Puede sentarse, está usted en su casa —reaccionó por fin.
El retintín de Alex no le pasó inadvertido, pero le daba igual. Estaba acostumbrada a lidiar con todo tipo de personas y un inspector de tres al cuarto llegado de la gran ciudad no la asustaba a ella. Aunque seguiría llamándole capitán, “le va bien el grado”, pensaba.
—Gracias, lo sé —contestó ligeramente agresiva— ya que está aquí, capitán, le quiero preguntar cómo va la búsqueda de Ramiro, ¿lo han encontrado ya? ¿Tienen alguna pista, por lo menos?
—Lo siento, no puedo darle ningún tipo de información. Usted no es familiar del desaparecido.
—A mí no me vengas con tecnicismos. Esto es un pueblo pequeño, nos conocemos todos y somos como una familia… Bueno, casi todos —puntualizó insolente—. Además, veo que no está de servicio, o sea, que se lo estoy preguntando a un amigo, ¿o me equivoco con usted?
—No, no estoy de servicio, pero eso no quiere decir que pueda ir dando información de un caso sin el consentimiento explicito de sus familiares más directos.
—Mire, capitán…
—Inspector, ya le dije antes que solo soy inspector.
—No se enfade, le estoy dando categoría, además, te queda bien lo de capitán, te veo — poniéndole una mano en el brazo lo tuteó de repente. Podía ser su madre, no se iba a andar con remilgos, pensó, haciéndolo callar cuando empezaba a protestar—. Mira, te lo voy a decir claro, esa criatura tiene que aparecer. Así que en vez de estar tomando cafecitos ¿por qué no estás pateando el bosque?, o el pueblo o lo que sea que haya que patear hasta que aparezca.
—Mire, doña Maruja, lo primero, no puedo ni debo darle explicaciones. Me doy cuenta que no soy santo de su devoción, pero hago mi trabajo lo mejor que puedo. No tenemos pistas. No tenemos un rastro que seguir. Por lo tanto vamos a ciegas, pero no descartamos ninguna vía de investigación. Se está montando un dispositivo. Estoy esperando que lleguen los perros y el material necesario. Los voluntarios están peinando la zona, por el momento no podemos hacer nada más.
—Sigues con tu palabrería de policía de ciudad. Resumiendo, que no tienes ni idea, vaya, mucho policía de ciudad, mucho material, muchos perros, pero na de na —se levantó Maruja y se fue rezongando para atender a los demás parroquianos y a las “marujas” de turno, que con la excusa de comprar el pan, se ponían al día las unas a las otras.
Alex salió de la panadería-cafetería con ganas de dar un puñetazo en algún sitio, eso era lo más ingrato de la profesión, por mucho que hicieras, apenas había tenido tiempo de dar una cabezada, que vale, que no era culpa de nadie, pero que encima le dijeran que no hacía nada porque estaba tomando un café. Aquella mañana lo necesitaba algo más fuerte que el de la máquina de la comisaría. Necesitaba despejarse un poco y seguir con el ritmo de trabajo que se había impuesto. Aquello lo superaba, otra vez le llegaban a la mente las palabras de su instructor: “te implicas demasiado” pero se había hecho policía para eso, para ayudar, ¿cómo hacer para no implicarse?, se preguntaba.

La mañana de Yoli no había empezado mejor. Apenas había podido cerrar los ojos en toda la noche. Se imaginaba a Ramiro en las peores circunstancias. Lo veía en un país de esos en que las vidas humanas no valen nada. Un ricachón necesitaba un trasplante de algún órgano y se lo habían cogido a su hermano. Cuando volvía a cerrar los ojos lo veía tirado en una cuneta, incluso siendo el objeto de culto de una secta y Ramiro el cordero a sacrificar para una ofrenda a algún Dios pagano. Se levantó muy temprano. Se duchó y preparó café para sus hermanos y su cuñada que todavía estaban allí. Recogió la casa y levantó a su madre para llevarla al centro de día. Gracias a Dios en pocos días le concederían una plaza en una residencia, ya que su estado cada vez era más precario. Circunstancia que le daría a ella un respiro, menos mal, pensó, si no fuera así no podría hacer todo lo que tenía pensado. Lo primero pedir unos días en la empresa donde trabajaba, si no se los daban se iría, para ella la búsqueda de su hermano era primordial. Después de eso se uniría a la investigación, decidió, aunque antes hablaría con sus hermanos. Ellos tenían que volver a sus vidas. Ella intentaría mantenerlos informados, les dijo, pero no podían dejar sus obligaciones, así que los convenció de volver a sus rutinas, aunque a regañadientes, pero lo hizo.
Pasó por la panadería de Maruja, le dijo que le hiciera un bocadillo, ya que no pensaba volver hasta que Ramiro no apareciese, y se fue directamente a comisaría. Allí estaban distribuyendo las zonas a rastrear por los voluntarios que se iban apuntando.
Fue directamente hacía el despacho de Alex, este la hizo pasar inmediatamente. Cada vez que la veía, no sabía qué le pasaba pero se alegraba, quizá más de la cuenta y en aquel momento eso era contraproducente. No había sanado todavía de su última experiencia, menos debía involucrarse con ninguna persona implicada en un caso suyo, y ese caso era suyo, eso lo tenía claro, por mucho que le hubieran dicho desde la central que si era necesario le enviarían algún especialista y, si hacía falta, también un psicólogo.
—¿Se sabe algo de mi hermano?
Alex se la quedó mirando con ternura, aquella criatura tenía algo que le deshacía los huesos, le mermaba la voluntad y lo dejaba sin habla, tanto que…
—Lo siento —tardó en contestar algo más de lo normal— esto… están llegando los perros, ya he distribuido a los voluntarios. Ahora, en cuanto lleguen los de la científica, intentaremos buscar alguna pista o alguna huella. Si recuerdas algo, por insignificante que parezca, me llamas, a la hora que sea.
Yolanda se quedó sin palabras, ella que iba pensando tirarle la caballería por encima en aquel momento no supo qué decir.
—Has debido levantarte muy temprano para que te haya dado tiempo de todo eso.
—No me he acostado. He dado una cabezada en esa butaca —señaló con la barbilla un incómodo sillón que había en una esquina de la oficina. Yolanda la miró pensando que así tenía las ojeras que tenía. Supo que algo había pasado cuando lo vio tan desaliñado, aunque tampoco esperaba eso. Las pocas veces que se habían visto, siempre iba impecable. Aunque no era el típico gentleman, sino que era una elegancia algo más de andar por casa.  Siempre lo había visto con jerseys gruesos. Hacía mucho frío en aquellas latitudes y suponía que no estaba acostumbrado. En las grandes ciudades no sabían lo que era el frío, pensaba. Sus tejanos siempre impolutos, aunque inapropiados para el clima y, lo que le sorprendía más, solía calzar mocasines. Nunca lo había visto con zapatillas deportivas o botas de montaña que era lo que usaban los hombres de por allí, y eso que imaginaba ella que para su trabajo serían más cómodas y sobre todo, llevaría los pies más calientes, sonrió, a pesar de aquellos pensamientos tan inoportunos dadas sus circunstancias, pero la vida sigue, pensó. Esto va a ser duro, Yoli, se dijo. Debes continuar, ser fuerte, no desfallecer en la búsqueda, pero tampoco negarte una sonrisa.



sábado, 9 de mayo de 2020

Cuarentena

Querido diario, parece ser que estamos en cuarentena, y yo me pregunto ¿eso no era para las parturientas? ¿Una cuarentena no es para amamantar a un bebé? ¿Para que la madre no salga de casa y nadie vea la tripa que le ha quedado o las “mamellas” que se le han puesto? Ah, no, ahora recuerdo que una cuarentena eran los cuarenta días que se aislaba a la gente cuando la peste. ¿Pero la peste no fue allá por el año mil trescientos cuarenta y tantos? Madre mía hemos retrocedido unos cuantos siglos, a ver que los cuente uff siete siglos después y seguimos con la peste a cuestas.
—Tereeeee — oigo que me llaman—, ¿me puedes decir dónde carajos has metido mi pijama de los domingos?
En mi casa nadie encuentra nada. Mi marido se ha tomado muy en serio lo de hacer una lista para sobrellevar la pandemia.
—¿Es este? —Abro el cajón de la cómoda y saco el último pijama que he guardado y que resulta que es el que más le gusta al señor y lo tengo que lavar cuando se despista, porque no se lo quitaría—. A ver, pero ¿hoy no tocaba sesión de ejercicio mañanero?
—¿Era hoy? Creo que he perdido la cuenta, cariño ¿cuántos días llevamos ya encerrados?
—Encerrado tú, yo te recuerdo que tengo que ir a trabajar, lo mío se considera primera necesidad. Salgo del trabajo y me paso por el súper, haciendo unas colas de horas para que vosotros no tengáis que salir y no os expongáis al puñetero virus.
—Pues ayer no te pusiste mascarilla, a ver si nos vas a meter el virus en casa, piensa en los niños. Creo que deberías buscar donde vivir estos días, los vecinos el otro día me comentaron que no están tranquilos contigo en la escalera. Podías irte a casa de tu hermana, al fin y al cabo es una vieja solterona, no se perdería nada, ya has escuchado al vicepresi, total solo son viejos, no aportan nada y se gasta mucho en pensiones y médicos.
—Voy a pensar que lo dices en broma, cuando montaste aquel negociete bien que no le hiciste ascos al dinero que te prestó y que creo que ni siquiera se lo llegaste a devolver, porque el negocio no fue bien. ¿No pensaste que era difícil montar un negocio de hielo en el polo norte? Tú y tus negocios absurdos.
—Calla, calla, que empieza el Aló presidente, a ver cuántos días nos van a alargar esta vez. Cuando salgamos de esto lo primero que voy a hacer…
—Cuando salgamos de esto lo primero que vas a hacer son las maletas. Si yo me voy de aquí no sé qué sería de vosotros. Te pasas el día entre el balcón y la terraza. Lamento que ahora no puedas seguir con tus amiguitas poniéndome los cuernos y buscando excusas baratas.
—Amor, si te confesé todo aquello no era para que me lo reprocharas cada vez que tenemos un pequeño desencuentro.
—Claro que no, cielo, ya no te reprocho nada. Pero como quieres deshacerte de mí enviándome con mi hermana he pensado que te lo debía recordar, sabes perfectamente que si sigues aquí es porque en el fondo te aprecio.
—Yo saldría y haría todas esas cosas que haces tú, pero no me dejas. Ni siquiera tengo ropa para salir a la calle, no me has comprado ni una puñetera mascarilla y en zapatillas tampoco es muy recomendable salir.
—Vida, no necesitas salir de casa para nada. ¿No estás cómodo en casa? Tienes Netflix, HBO, Tve, un montón de películas y series para entretenerte. Me gusta tenerte en casa, lo sabes, me quejo de vicio. ¿Por qué crees que no te concedí el divorcio cuándo me lo pediste? Eres mío y siempre lo serás. Lo dijo el cura el día que nos casó.
—Mi madre me lo dijo, que no debía casarme contigo, pero la pistola de tu padre era un muy buen estímulo.
—Te encanta recordar esos pequeños detalles, por eso te quiero tanto, por eso siempre seguirás a mi lado mi amor.
—Pues claro, no puedo dejar de pensar cómo habría sido mi vida si aquel día hubiese sido más valiente.
—Amor, sólo habrías muerto unos cuantos años antes.
—Lo sé, cariño, el cianuro tenía muy mal sabor.



sábado, 18 de mayo de 2019

Un día para olvidar (capítulo 1)

Ramiro volvía para casa contento. La carretera por la que subía estaba desierta, solo los álamos que la bordeaban eran sus compañeros de viaje en aquella oscura tarde. Un gélido viento había empezado a soplar y el frío era más acusado que un rato antes, aunque él nunca parecía sentirlo. Ramiro era un hombre fibroso, caminaba mucho, todo el día lo pasaba de aquí para allá y eso le impedía engordar, aunque no fuese algo que le preocupase demasiado. Mientras sus pies lo llevasen a dónde le apeteciera ir, él seguiría corriendo. Era algo que llevaba haciendo desde que empezó a caminar hacía ya cuarenta y cuatro años.
Estaba oscureciendo y eso no le gustaba demasiado. Apretó el paso. Tenía que llegar a casa cuanto antes, no quería que su madre o su hermana se enfadaran con él, bueno, más su hermana que su madre, pensó. No entendía por qué su madre había dejado de regañarle, aunque siempre lo hacía con cariño, incluso cuando se quitaba la zapatilla. Casi la oía silbar cuando le pasaba por el lado. Su madre nunca tuvo muy buena puntería, o mejor dicho, nunca apuntó a dar. Aunque ahora la que le ponía los puntos sobre las íes era Yolanda, su hermana pequeña. Sonrió al recordarla. Se había vuelto un poco gruñona, como su madre, se dijo, pero era su hermana y por gruñona que fuese no la dejaría de querer. Él quería mucho a su madre y también a su hermana… sí, también a su hermana. Todo esto lo iba pensando porque era nochebuena y vendrían sus otros hermanos a casa a celebrarla. ¡Qué bien! Se frotaba las manos pensando en la cantidad de regalos que le iban a traer. Por otro lado, su equipo de fútbol le había regalado la última gorra de la selección, se la miró disfrutándola, era la gorra del equipo del pueblo, y esta le faltaba. Su equipo era el mejor, y él conocía a todos los jugadores. Estaba tan contento con el regalo que se lo quería enseñar a todo el mundo, pero se hacía de noche y aquel día no pasaba nadie por la carretera que llevaba a su casa. Echó a correr. Quería llegar cuanto antes y enseñarles la gorra a su madre y a su hermana. Ellas también estarían contentas, pensó, era navidad y también habría regalos para ellas. Una enorme sonrisa se instaló en su rostro. Un rostro de cuarenta y cinco años, en una mente de tan solo siete.
Un coche aceleraba tras él en la carretera. Le pareció que corría mucho. Empezó a sentir miedo y se pegó a la pared tal como le habían dicho siempre en casa, “la carretera para los coches, la acera para los peatones”, siempre que notaba peligro repetía esta frase como en una letanía. Desde que era muy pequeño su madre le había inculcado frases así, como si fueran canciones, para que las tarareara y se las repitiera, de este modo le era más fácil recordarlas, ya que tenía la tendencia, como cualquier niño, de andar muy cerca del bordillo o saltando con un pie arriba y otro abajo jugando.
A medida que iba cumpliendo años su madre no lo podía tener todo el día bajo sus faldas, tuvo que darle un poco de autonomía, por mucho que fuese un niño en el cuerpo de un hombre.
De pronto el coche se puso a su altura. Aminoró la marcha. A Ramiro se le aceleró el corazón. Le daba pánico la oscuridad y se había hecho de noche muy temprano a consecuencia de la tormenta que se avecinaba. También temía lo desconocido. La carretera estaba desierta. Su madre le regañaría, no le gustaba que se le hiciera tarde en la calle. Se frotó la nariz con un tic nervioso. Sus pasos eran cada vez más rápidos. Notaba que el auto se le acercaba peligrosamente por mucho que él se pegase a la pared. De pronto, al ir a cruzar la carretera, el coche se paró delante de él cortándole el paso. Ramiro se estremeció temblando de miedo. Aunque al ver que era una persona conocida se relajó ligeramente, a lo mejor lo que quería era llevarlo en coche a su casa y su madre no se enfadaría. ¡Qué bien! Pensó.
—¡Ramiro! —lo llamó.
—Ho… hola —dijo mirando por la ventanilla que el conductor había bajado previamente.
—Acércate, quiero decirte una cosa —le gritó desde dentro—. Lo que has visto esta tarde no tiene importancia. Solo quiero decirte que no se lo digas a nadie, ¿vale?
—Se lo diré a mi madre. Estabas haciendo cochinadas. Os he visto. Se lo diré a tu madre y también se lo diré a su madre, eso no se hace. ¡Marranos! —contestó Ramiro retorciendo la gorra nueva entre las manos.
—¡No se lo vas a decir a nadie!, ¿lo oyes? Escúchame bien —suavizó el tono—. Es algo que hacemos los mayores. No tiene importancia. A ti también te gustaría hacerlo. Te propongo una cosa. Desde hoy ese será nuestro secreto.
—Mamá me dice que no debo tener secretos. Se lo tengo que decir.
—Haz lo que quieras, pero si se lo dices a lo mejor te pasa algo malo y tu madre se pondría muy triste…
Ramiro arrancó a correr intimidado mientras repetía que su madre no le dejaba tener secretos, que eran unos cochinos. El coche arrancó tras él para ponerse de nuevo a su altura. No podía dejar que abriera la boca. Pisó el acelerador asustando más a Ramiro. Le empezó a faltar el aire en los pulmones. Acrecentó el ritmo de la carrera jadeando por el esfuerzo. El coche paró. Ramiro pensó que le daría un respiro, que le estaba gastando una broma. La persona que conducía aumentó el volumen de la canción que sonaba en la radio, llevaba puesto un CD de villancicos y ese le gustaba especialmente: Santa Claus is coming to town, empezó a tararear. Ramiro miró hacía atrás desesperado al ver que el coche volvía a perseguirlo. Casi sin aliento aumentó la velocidad de nuevo. Sus pies se enredaron. En su cabeza las imágenes daban vueltas vertiginosamente. El corazón bombeaba sangre a un ritmo frenético. Ramiro cayó al suelo perdiendo el control de los esfínteres. Veía sin poder evitarlo como el coche se acercaba sin piedad y le pasaba por encima. Un dolor traspasó su columna vertebral. Quiso arrastrase para quitarse de en medio. Intentó llamar a su madre, pero de su boca no salía sonido alguno, solo una bocanada de sangre que lo ahogaba por momentos. En un instante de lucidez su cabeza le decía que debía apartarse de allí, pero el cuerpo no le respondía. Al momento, el coche, que había dado marcha atrás, volvía a acelerar pasando de nuevo sobre el maltrecho cuerpo de Ramiro. Esta vez no hubo dolor, solo un estallido dentro de su pecho. Ya todo fue oscuridad.   
La música seguía sonando. La persona que conducía bajó a mirar los desperfectos del coche. Al pasarle a Ramiro por encima uno de sus zapatos había salido disparado en una rocambolesca carambola y le había estropeado ligeramente el parachoques. Sacó un pañuelo de su bolsillo y limpió la zona, como si de aquella manera pudiera borrar todo rastro de lo que había ocurrido, como si fuese una simple mancha. Arrugó la nariz con disgusto. El coche era nuevo. Miró con rabia, no, no era rabia, era asco lo que sentía por Ramiro que estaba tendido en el suelo. Se acercó y con la punta del zapato le dio la vuelta. Aquel suceso estaba retrasando sus intenciones. Menuda molestia, se dijo.
Sacó unos guantes del maletero, los mismos que servían para no ensuciarse las manos al cambiar las llantas. Arrastró a Ramiro y lo levantó como pudo, aunque era un hombre delgado pesaba más de lo que podía parecer a simple vista. El esfuerzo de levantarlo le hizo jadear y sudar copiosamente pese a la baja temperatura. Cuando por fin lo introdujo en el maletero respiró con alivio. Se sacó los guantes y los arrojó con coraje sobre el cuerpo inerte de su victima. A lo lejos divisó las luces de un coche que se aproximaba por la carretera. Otro contratiempo, se dijo, resoplando. Bajó de golpe la puerta del maletero y se acomodó la ropa limpiando los restos de una suciedad imaginaria que se le hubiera podido adherir. El coche, al pasar por su lado aminoró la marcha hasta parar y preguntarle si necesitaba ayuda.
—No, gracias, se me había pinchado una rueda. Pero ya la cambié. Todo está bien —paseó la vista por la rueda. En ese momento vio un zapato de Ramiro. Con el pie lo empujó detrás de la llanta esperando que el inoportuno conductor no se hubiese dado cuenta.
—Perfecto, buenas noches y ¡Feliz navidad!
—¡Feliz Navidad!
Hizo ademán de subir al coche, pero en cuanto el otro auto se perdió en la distancia se agachó, recogió el zapato y lo tiró con rabia dentro del capó.

Llegó a la casa y metió el coche en el garaje. Repasó con mejor luz la zona del impacto por si había algún otro desperfecto. Cogió un paño y lo limpió de nuevo sacándole brillo. La abolladura era minúscula, apenas una rozadura. En la penumbra le había parecido más grave, y, aunque apenas se veía era una fatalidad para él que era un perfeccionista. Si alguien se fijaba podía tener problemas. En cuanto pudiera lo llevaría al taller, pero no en el pueblo, algún curioso podía hacer preguntas.
Se quedó pensando qué hacer con el cuerpo. La adrenalina corría por sus venas. La satisfacción de que las cosas salieran bien era lo mejor de todo aquello. Entró en la casa, le gustaba aquella casa, siempre le había gustado. Conectó la televisión, necesitaba relajarse. En casi todas las cadenas la programación era especial de nochebuena, música y humor se mezclaban. Rió a carcajadas con un sketch. Se sentía bien y se contagió del buen humor del programa. Al final estaba siendo una noche redonda. Al rato salió al jardín tropezando con unos materiales que los albañiles habían dejado esparcidos por el césped. Perjuró al golpearse el tobillo con una pala. Aquello le dio una idea. Necesitaba deshacerse del cuerpo. Estaban construyendo una piscina en el espacioso jardín y el agujero ya estaba abierto detrás de la casa. No se lo pensó dos veces. Se puso manos a la obra, cogió la pala y empezó a cavar con bastante esfuerzo, le costó ya que la tierra estaba muy dura. Agrandó un  poco más el agujero. Fue al garaje a buscar el cadáver de Ramiro, lo arrastró por la parte del jardín que no tenía césped evitando de ese modo huellas innecesarias. Lo hizo rodar hasta la parte más profunda y empezó a echar paladas de tierra sobre él renegando del peso de Ramiro. Le estaba suponiendo un esfuerzo demasiado grande, se quejaba entre dientes. Cuando terminó era bastante tarde ya que repasó milímetro a milímetro el terreno. Hasta que no quedó todo como estaba en un principio, no descansó. Al terminar echó un vistazo supervisando por última vez la zona. Viendo que todo estaba correcto entró en la casa de nuevo; se duchó, puso en  una bolsa las ropas que había usado y se vistió de fiesta, ya que había quedado para celebrar la nochebuena. Antes de salir se preparó una copa, se la tomó con calma y se fue a su cita con una enorme sonrisa de satisfacción.

Como todas las nochebuenas desde hacía más de cuarenta años, desde su primer año de casada, se juntaban todos a cenar. Antes con sus hermanos y padres, ahora con sus hijos, al igual que hacen la mayoría de las familias españolas. La nochebuena es para celebrar. Es una fiesta para estar con los seres queridos y pasar una noche de risas y cantos. La familia de Marina Delgado estaba bastante dispersa, pero ese día era sagrado. Ese día se reunían todos sus hijos, con sus respectivas parejas, alrededor de la mesa. Se explicaban las vivencias del tiempo que llevaban sin verse, unos más que otros, y aunque tuvieran sus discrepancias, siempre fueron una piña al lado de su madre, ahora por desgracia aquejada de Alzheimer. Este año con más motivo era una noche familiar. Ahora el peso de la casa, desde que su enfermedad se apoderó de su mente, había recaído en Yolanda, la menor de sus cuatro hijos.
La cena estaba preparada. Los aperitivos repartidos por la gran mesa de comedor, engalanada con el mejor mantel de lino. La vajilla de los días de fiesta y la cristalería que solo salía de la vitrina en días como aquel.
Solo faltaba Ramiro. Marina no se daba cuenta, un par de años atrás ya estaría poniendo el grito en el cielo y removiendo mar y tierra preguntando por Ramiro. No podían comunicarse con él, hacía tiempo que le tuvo que requisar el móvil porque no sabía usarlo. No le servía más que para que los niños del pueblo llamasen a diestro y siniestro. Ramiro era así, no tenía nada suyo, si tenía algo en las manos y “otro” niño se lo pedía, él se lo daba. Era generoso en exceso, como cualquier niño de su edad mental.

 Era raro que tardase tanto, era el mayor de los hijos de Marina, pero era como un niño, por lo tanto, cuando se le decía que debía llegar a una hora siempre solía volver a tiempo. Más de una vez si algún vecino lo veía por la calle y era un poco tarde lo acercaba con el coche, pero aquella noche no pasó. Nadie encontró a Ramiro a mitad de camino. Nadie lo acercó a casa. Habían pasado más de dos horas de la hora convenida para volver, y era más raro aún siendo la fecha que era, ya que Yolanda, su hermana, le había dicho que vendrían sus otros hermanos y le traerían regalos, palabra mágica que le hacía estar todo el día feliz.
Yolanda estaba nerviosa. No hacía más que mirar el reloj. Sus hermanos acababan de llegar. Juan, que era dos años menor que Ramiro preguntó por él, no entendía que su hermana lo dejase salir solo y menos en una noche como aquella, así se lo recriminó. Javier era un poco más pasota y dijo que ya llegaría, que siempre estaban encima de él, que le dieran un poco de margen, dicho lo cual, se acercó a la mesa y se sirvió una copa mientras esperaba que Yolanda y Juan dejasen de discutir. Las dos cuñadas se mantuvieron al margen, como cada vez que se hablaba de Ramiro. No fuese a ser que les tocase llevarlo a sus casas por temporadas, tema que alguna vez quiso tocar Yolanda, sobre todo desde que se había agudizado la enfermedad de su madre, pero al que siempre daban largas con la mayor educación y al final quedaba todo en agua de borrajas.
—Juan, tú no tienes ni idea de lo que es lidiar con mamá en el estado que está, y con Ramiro a la vez. Sabes que si no sale a la calle se pone muy nervioso y a veces se encierra en sí mismo y cuesta mucho que vuelva a estar bien, además aquí no hay peligro, esto es muy pequeño y todo el mundo lo conoce. También sabes que si tarda, siempre hay algún vecino que lo trae de vuelta a casa. Supongo que se habrá despistado jugando con algún chaval en el campo de fútbol, sabes que cuando se pone a jugar se le olvida todo, voy a ver si lo veo —contestó Yoli intentando disimular la angustia que sentía. 
—Te acompaño —informó Juan.
—Está bien, vamos antes de que sea más tarde.
—¿Queréis que os acompañe? —comentó Javier casi por obligación.
—No, vosotros os quedáis por si aparece, y si lo hiciera, avisáis.
—Está bien, lo que vosotros digáis.
Salieron los dos hermanos con el coche. Bajaron al centro del pueblo muy despacio por si subía por la carretera poder verlo. Llegaron a los sitios donde solía estar. El primer lugar al que acudieron era un club de fútbol al que era asociado y donde ayudaba a los camareros a recoger las mesas cuando había partido. Él era el último en salir y el primero en entrar. Era el niño mimado del club, casi una mascota, si Ramiro no estaba cuando empezaba un partido los jugadores lo extrañaban.
El club estaba cerrado, no era día de partidos ni de partidas. Todo el mundo estaba en sus casas con sus familiares celebrando de una u otra manera la nochebuena.
Dieron vueltas por todo el pueblo. Apenas había gente por la calle, pero a las pocas personas que encontraron le preguntaron por Ramiro. Nadie lo había visto desde hacía unas horas.
Yolanda miró a su hermano con creciente preocupación. Aquello ya no entraba dentro de la normalidad en lo más mínimo. Aquello no parecía un despiste. Definitivamente a Ramiro le había pasado algo. Juan había llegado a la misma conclusión a la vez que su hermana.
Llamaron a casa por si había alguna novedad y no les hubiesen avisado, era la última esperanza, aunque muy remota, que les quedaba, pero no hubo suerte. Ante lo inevitable decidieron ir a la policía a poner una denuncia por desaparición.

—¿En qué puedo ayudarles? —preguntó un joven con cara de pocos amigos, a nadie le gusta trabajar en una noche como esa.
—Venimos a denunciar la desaparición de mi hermano —fue Yoli la que habló.
—¿Cuánto tiempo hace de la desaparición?
—No lo sabemos con certeza, unas horas.
—Le informo que hasta pasadas cuarenta y ocho horas no se considera desaparición. Dígame el nombre de la persona desaparecida.
—Ramiro Duperly Delgado.
—¿Edad? —seguía preguntando el policía con una profesionalidad exenta de emoción.
—Cuarenta y cinco años, pe…
—Señorita, con esa edad y en una noche como esta…
El policía se la quedó mirando con una media sonrisa en la cara. Juan se lo miró a su vez preparado para saltar, había dejado a su hermana menor que hablara ya que estaba estudiando criminalística y se desenvolvía bastante bien en esos ámbitos. Él no tenía la paciencia de Yolanda para seguir contestando las preguntas que les iban haciendo a cuentagotas, y en aquel momento le hervía la sangre. El policía, que parecía recién salido de la academia, seguro le había tocado guardia por eso, no tenía las tablas suficientes para lidiar con casos como aquel, se dijo Juan, respirando hondo para mantener la calma.
—Si no me hubiese cortado le habría podido explicar que mi hermano padece una discapacidad, su edad mental es la de un niño de siete años, por lo tanto requiere prioridad absoluta, si puede llamar a algún superior se lo agradecería, porque veo que para usted nuestra angustia carece de importancia —contestó Yolanda con toda la calma que pudo reunir.
Cuando el joven policía estaba a punto de ser devorado por dos pares de ojos, los de Yolanda y Juan, apareció un superior, notando la tensión que había en el ambiente preguntó si había algún problema.
—Desde luego que lo hay, ha desaparecido mi hermano y llevamos dos horas dando vueltas a las mismas preguntas sin adelantar nada —contestó Juan que no pudo callar por más tiempo.
—Señorita, tengo que rellenar el expediente —se dirigió a Yolanda el joven policía esperando que su superior no le metiese bronca.
—Está bien, acaben de rellenar el informe y pasen a mi despacho, veremos que se puede hacer, todo depende del tiempo que lleve desaparecido, creo que eso ya se lo habrá dicho mi compañero.
—No hace falta que nos lo diga —terció la hermana— sé perfectamente que han de pasar dos días en cualquier situación, pero es que mi hermano es discapacitado, se le debe considerar un menor, y como tal, hay que actuar de inmediato.
El agente de mayor rango se disculpó por su subordinado y les dijo que en cuanto hubiesen respondido todas las preguntas del informe pasasen inmediatamente a su despacho.
Al terminar con el agente, llamaron con los nudillos a la puerta del oficial y pidieron permiso para entrar en el despacho del superior. Alex Moreno, inspector; ponía el letrero de la puerta al igual que el de encima de la mesa. Yolanda entró primero pasando su hermano tras ella, el inspector les dijo que tomaran asiento y que le explicaran a él con detalle qué era lo que había pasado, si tenía enemigos o alguien le quería algún mal a Ramiro.
Tanto Yolanda como Juan fueron describiendo la personalidad de Ramiro; su ternura, su disposición a ayudar en todo lo que se le pedía, su minusvalía y cómo todo el mundo en el pueblo lo quería, e incluso lo mimaban en exceso, dándole caprichos como a cualquier niño, aunque él ya no lo fuera.
—Es imposible no quererlo —remató Yolanda su declaración.
—Es complicado decir qué puede haberle pasado, pero ahora mismo pongo a la patrulla a buscarlo, daremos el aviso y si se ha extraviado esperemos que para medianoche lo tengáis con vosotros —prometió el inspector sabiendo que no debía hacer aquello, él no podía tener la seguridad de que lo fuesen a encontrar, era un caso bastante extraño, si siempre hacía el mismo recorrido y nunca se había perdido ¿por qué había de hacerlo precisamente el día de nochebuena?, pero viendo la cara de angustia de la joven pensó que le vendría bien un poco de ánimo. No entendía qué le había pasado, él intentaba ser un buen policía y lo primero que le habían enseñado en la academia era a no dar falsas esperanzas, a no decir algo que no pudiera cumplir, “bueno ya estaba hecho”, pensó.
Juan y Yolanda llegaron a casa casi rozando la medianoche, la cena se había enfriado, nadie tenía ánimos para sentarse a la mesa y disfrutar del suculento banquete que habían preparado, no era un velatorio porque esperaban encontrarlo pronto, pero se parecía mucho, cada dos minutos uno u otro se asomaba a la ventana a ver si llegaba una patrulla con su hermano, pero por mucho que se asomasen la patrulla no llegaba, los teléfonos no querían sonar ni con buenas ni con malas noticias, silencio, la casa se había sumido en el más absoluto silencio.
Al despuntar el alba del día de navidad más desastroso de sus vidas, Yolanda no podía soportar más tanta inactividad, se levantó, se sentó ante el ordenador y estuvo confeccionando unos carteles para distribuir por todo el pueblo, aunque toda la gente lo conocía, eran días en que familiares y amigos se juntaban, por lo tanto, había mucha gente desconocida. Yolanda no descartaba la posibilidad de que alguien lo hubiera visto. Cuando los tuvo listos les advirtió a sus hermanos que se iba a repartir los carteles.
—¿No sería mejor que llamásemos a la policía antes de tomar ninguna iniciativa por nuestra cuenta? —Dijo Javier siempre dentro de su habitual pasotismo.
Para Javier nunca había prisa por nada, no parecía tener sangre en las venas, todo le daba bastante igual, mientras no le faltasen sus caprichos, el resto del mundo sobraba, Yolanda estaba alucinada, ni la desaparición de su hermano mayor había conseguido que se le moviera un pelo.
—La policía está más que avisada, si no han pasado por aquí será por que no ha habido novedades —se enfadó Yoli—, no te estoy diciendo que me acompañes, no sea que te ensucies tu inmaculado Armani, ah, no, que es de imitación, trabajas tanto que no te llega para vestir de marca por mucho que te mueras de ganas, no necesito a nadie, si quieres puedes irte a tu casa, duermes y si tienes una comida con la estirada familia de tu mujer no faltes, no sea que no te perdonen y no te vuelvan a dejar entrar en sus círculos.
—Hostia, Yoli, te has pasado, solo he dicho que esperemos a ver qué dice la policía —se quejó Javier, aún a sabiendas que su hermana tenía razón.
—Y yo te he dicho que no te preocupes que ya me muevo yo, han pasado muchas horas, pero quizá para vosotros es lo mejor, así desaparece la tara de la familia.
Yolanda estaba que se subía por las paredes, había dicho cosas de las que era consciente que después se arrepentiría, pero la pasividad de su hermano y su cuñada era superior a sus fuerzas. Con aquella frase había dado en el clavo, la mujer de su hermano, abogada de profesión, aunque nunca había ganado un caso, tenía muchos aires de grandeza, venía de una familia de abogados y aunque ella no se distinguía por su capacidad, trabajaba en el bufete de su padre, así pasaba desapercibida y si cometía un fallo ellos le cubrían la espalda. Montse era tan egoísta que no soportaba ver algo que “desentonase” en su entorno y ella sabía que Ramiro le repugnaba, un hombre al que había que regañarle como a un niño, o que a veces no sabía qué cubierto había que usar en cada ocasión, le molestaba. También sabía que ella habría sido incapaz de hacerle nada, no tenía el valor ni la inteligencia para ello, y tampoco su hermano se lo hubiese perdonado si le pasaba algo a Ramiro por culpa de ella, y ella estaba loca por Javier, eso también le constaba.
Metió los folios en una carpeta y salió dando un portazo, si se quedaba allí seguiría despotricando contra la insensible de su cuñada y el poca sangre de su hermano. Bajó hasta el centro del pueblo y empezó a colocar carteles en todas las farolas, tiendas, bares, cualquier sitio era bueno con tal de dejar la foto de su hermano desaparecido la noche anterior. Estaba poniendo un celo cuando una mano se posó sobre la suya.
—Yo te ayudo —dijo una voz a su espalda.
—Gracias, puedo sola.
—Perdona, pensé que te iría bien un poco de ayuda.
—¿Ayuda, dices? Menuda ayuda que es la policía de este pueblo, en toda la noche no habéis sido capaces de encontrar a una persona desamparada y asustada.
—Créeme que estamos haciendo todo lo posible, pero no es fácil, no tenemos ninguna pista que nos indique un camino a seguir. Ven, tomemos un café y hablemos, no estoy de servicio esta mañana, así que será en plan amigos si te parece bien.
—No tengo tiempo para cafés.
—A ver, esa actitud no ayuda, debes dejar que la policía haga su trabajo, estas cosas son lentas, pero no creas que no hacemos nada, te entiendo, de verdad que lo hago, pero no comer no te va a devolver a Ramiro.
—Está bien, tomemos ese café.
Entraron en la cafetería-panadería que tenían enfrente, era el día de navidad y no había nadie por la calle, solo los madrugadores de turno estaban, como todas las mañanas, desayunando, así que se sentaron en un rincón algo apartado para conversar con tranquilidad.
—Buenos días, madrugadores —saludó Maruja con una sonrisita pícara—, ¿qué os pongo?
—Madrugadora a la fuerza —contestó Yoli— ¿No habrás visto a Ramiro por aquí?
—No, chiquilla, es muy temprano, si casi ni han puesto las calles esta mañana, ¿no celebrasteis la nochebuena qué estáis levantados tan pronto?
—Pues no mucho, la verdad, por eso te he preguntado, mi hermano no volvió a casa anoche, estamos desesperados, si no te importa estoy poniendo estos carteles a ver si alguien lo ha visto —decía mientras se le empañaban los ojos.
—¡Pero chiquilla!, ¿qué me estás contando? —Se cuadró delante de ellos limpiándose las manos en el delantal— ¡Dónde se ha podido meter esa criatura! Hay, Dios mío, no gana una para disgustos, ahora mismo llamo a Manolo y le digo que te ayude a buscar, ¡¡Manolo!! —gritó desde mitad de la cafetería.
—Señora, no hace falta, de verdad, para eso estamos los policías, para buscarlo —comentó Alex algo molesto.
—Entonces eres policía, vaya, ya decía yo que no te había visto mucho por el pueblo, seguro que eres de la capital, pues te voy a decir algo, aquí vuestros métodos no funcionan, aquí lo que funciona es el boca a boca y esa criatura tiene que aparecer como que me llamo Maruja.
Al momento apareció “su” Manolo, como ella lo llamaba cariñosamente, Maruja le explicó, con muchos aspavientos, lo que había pasado. Al momento empezó a correr la voz, los vecinos a los que avisó Manolo se pusieron en marcha, en nada, había un grupo de vecinos dispuestos a todo para encontrarlo. Alex no daba crédito, estaban preparando delante de él y sin contar con su inestimable ayuda una patrulla de búsqueda, aquello era inaudito pasaban olímpicamente de la autoridad, llevaba poco tiempo destinado en aquel recóndito pueblo, pero pensaba que la ley y la justicia funcionaba igual en todas partes, por grande o pequeño que fuese el municipio.

Si Alex había pedido el traslado a un sitio pequeño como aquel era por aislarse del mundo, de los conflictos a los que se había visto abocado, cada vez con más frecuencia, todos decían que era un buen oficial, pero él no estaba seguro. Se involucraba demasiado en los problemas de la gente y ya le había acarreado algún que otro disgusto, sobre todo el último; se vio envuelto en una pelea de pareja, el marido le estaba propinando una brutal paliza a su mujer pero ella no quería denunciar, así que lo denunció él, no podía quedarse con los brazos cruzados, él era policía para eso, para evitar que personas como aquella siguieran haciendo daño. Era consciente que las mujeres la mayoría de las veces no denunciaban por miedo a futuras represalias, pero eran vecinos y le dijo que si surgía algún problema él estaría allí para ayudarla y si quería separarse y necesitaba cualquier cosa también, incluso le ofreció un cambio de identidad, le aseguró que su marido nunca la podría encontrar, pero ella se opuso, su vecina llegó incluso a decirle que le gustaba que su marido le pegase. Sabía que era miedo, que lo decía por el terror que le producía cuando llegaba borracho o colocado con sustancias algo más peligrosas. No pudo hacer nada, se culpaba por no haberla obligado a salir de aquel infierno. Ahora era demasiado tarde, ella estaba muerta, era una más de la larga lista de mujeres asesinadas en sus domicilios por la persona que se supone que tanto las aman y eso para él fue el detonante de una incipiente depresión, por eso pensó que en un pueblo pequeño de montaña y bastante aislado esas cosas no pasarían, al menos por un tiempo necesitaba poner orden en sus pensamientos y en sus sentimientos, si se paraba a analizarlos no estaba seguro si lo hizo porque era su obligación, o porque se estaba enamorando de aquella vecina, que nunca más le daría los buenos días con aquella triste sonrisa.
—¡Alex! —Chasqueó Yoli dos dedos delante de su cara— ¿te ocurre algo?
—Eh… esto, no, no me pasa nada, estaba pensando —mintió azorado.
—¿En qué pensabas? Si puede saberse, claro —preguntó Yoli curiosa.
—Pensaba… pensaba en lo solidarios que son los vecinos.
—Prueba otra vez.
—¿Cómo dices?
—Que pruebes otra vez, mientes muy mal —respondió ella con más curiosidad que antes.
—Por qué dices que miento, no miento, estaba pensando en lo curioso del caso —siguió mintiendo descaradamente.
Para nada iba a explicar allí, delante de todos, sus debilidades, porque eso eran para él, debilidades, era ser débil, se decía, el no ser capaz de desvincular el trabajo de las emociones. Ya se lo dijo en una ocasión el instructor de tiro, “Alex, esto es igual que ser médico, no te puedes implicar y tú te implicas demasiado.” Volvió a su ensimismamiento, Yoli estaba pendiente de su rostro, por momentos, casi se podía leer los pensamientos que iban pasando por su mente.
Terminaron el café y Yolanda se levantó con prisas, le pesaba haber perdido aquel tiempo precioso en el que podía estar pegando carteles y alguien dar noticias de su hermano. Alex salió de su ensimismamiento al notar que algo a su alrededor se movía, fue a la barra a pagar las consumiciones pero Maruja no se lo consintió, les dijo que esos cafés corrían por su cuenta. Al salir a la calle ya se estaba corriendo la voz, un grupito de vecinos estaban hablando con Manolo de lo que podían hacer, intentando coordinar a los que llegaban y ponerlos al corriente del caso. En menos de una hora ya había una expedición de búsqueda preparada.