Ramiro volvía para casa contento. La carretera por la que subía estaba
desierta, solo los álamos que la bordeaban eran sus compañeros de viaje en
aquella oscura tarde. Un gélido viento había empezado a soplar y el frío era más
acusado que un rato antes, aunque él nunca parecía sentirlo. Ramiro era un
hombre fibroso, caminaba mucho, todo el día lo pasaba de aquí para allá y eso
le impedía engordar, aunque no fuese algo que le preocupase demasiado. Mientras
sus pies lo llevasen a dónde le apeteciera ir, él seguiría corriendo. Era algo
que llevaba haciendo desde que empezó a caminar hacía ya cuarenta y cuatro años.
Estaba oscureciendo y eso no le gustaba demasiado. Apretó el paso. Tenía
que llegar a casa cuanto antes, no quería que su madre o su hermana se
enfadaran con él, bueno, más su hermana que su madre, pensó. No entendía por
qué su madre había dejado de regañarle, aunque siempre lo hacía con cariño,
incluso cuando se quitaba la zapatilla. Casi la oía silbar cuando le pasaba por
el lado. Su madre nunca tuvo muy buena puntería, o mejor dicho, nunca apuntó a
dar. Aunque ahora la que le ponía los puntos sobre las íes era Yolanda, su
hermana pequeña. Sonrió al recordarla. Se había vuelto un poco gruñona, como su
madre, se dijo, pero era su hermana y por gruñona que fuese no la dejaría de
querer. Él quería mucho a su madre y también a su hermana… sí, también a su
hermana. Todo esto lo iba pensando porque era nochebuena y vendrían sus otros
hermanos a casa a celebrarla. ¡Qué bien! Se frotaba las manos pensando en la
cantidad de regalos que le iban a traer. Por otro lado, su equipo de fútbol le
había regalado la última gorra de la selección, se la miró disfrutándola, era
la gorra del equipo del pueblo, y esta le faltaba. Su equipo era el mejor, y él
conocía a todos los jugadores. Estaba tan contento con el regalo que se lo
quería enseñar a todo el mundo, pero se hacía de noche y aquel día no pasaba
nadie por la carretera que llevaba a su casa. Echó a correr. Quería llegar
cuanto antes y enseñarles la gorra a su madre y a su hermana. Ellas también
estarían contentas, pensó, era navidad y también habría regalos para ellas. Una
enorme sonrisa se instaló en su rostro. Un rostro de cuarenta y cinco años, en
una mente de tan solo siete.
Un coche aceleraba tras él en la carretera. Le pareció que corría mucho. Empezó
a sentir miedo y se pegó a la pared tal como le habían dicho siempre en casa, “la carretera para los coches, la acera para
los peatones”, siempre que notaba peligro repetía esta frase como en una letanía.
Desde que era muy pequeño su madre le había inculcado frases así, como si
fueran canciones, para que las tarareara y se las repitiera, de este modo le
era más fácil recordarlas, ya que tenía la tendencia, como cualquier niño, de
andar muy cerca del bordillo o saltando con un pie arriba y otro abajo jugando.
A medida que iba cumpliendo años su madre no lo podía tener todo el día
bajo sus faldas, tuvo que darle un poco de autonomía, por mucho que fuese un
niño en el cuerpo de un hombre.
De pronto el coche se puso a su altura. Aminoró la marcha. A Ramiro se le
aceleró el corazón. Le daba pánico la oscuridad y se había hecho de noche muy
temprano a consecuencia de la tormenta que se avecinaba. También temía lo
desconocido. La carretera estaba desierta. Su madre le regañaría, no le gustaba
que se le hiciera tarde en la calle. Se frotó la nariz con un tic nervioso. Sus
pasos eran cada vez más rápidos. Notaba que el auto se le acercaba
peligrosamente por mucho que él se pegase a la pared. De pronto, al ir a cruzar
la carretera, el coche se paró delante de él cortándole el paso. Ramiro se estremeció
temblando de miedo. Aunque al ver que era una persona conocida se relajó
ligeramente, a lo mejor lo que quería era llevarlo en coche a su casa y su
madre no se enfadaría. ¡Qué bien! Pensó.
—¡Ramiro! —lo llamó.
—Ho… hola —dijo mirando por la ventanilla que el conductor había bajado
previamente.
—Acércate, quiero decirte una cosa —le gritó desde dentro—. Lo que has visto
esta tarde no tiene importancia. Solo quiero decirte que no se lo digas a nadie,
¿vale?
—Se lo diré a mi madre. Estabas haciendo cochinadas. Os he visto. Se lo
diré a tu madre y también se lo diré a su madre, eso no se hace. ¡Marranos!
—contestó Ramiro retorciendo la gorra nueva entre las manos.
—¡No se lo vas a decir a nadie!, ¿lo oyes? Escúchame bien —suavizó el
tono—. Es algo que hacemos los mayores. No tiene importancia. A ti también te
gustaría hacerlo. Te propongo una cosa. Desde hoy ese será nuestro secreto.
—Mamá me dice que no debo tener secretos. Se lo tengo que decir.
—Haz lo que quieras, pero si se lo dices a lo mejor te pasa algo malo y
tu madre se pondría muy triste…
Ramiro arrancó a correr intimidado mientras repetía que su madre no le
dejaba tener secretos, que eran unos cochinos. El coche arrancó tras él para
ponerse de nuevo a su altura. No podía dejar que abriera la boca. Pisó el acelerador
asustando más a Ramiro. Le empezó a faltar el aire en los pulmones. Acrecentó
el ritmo de la carrera jadeando por el esfuerzo. El coche paró. Ramiro pensó
que le daría un respiro, que le estaba gastando una broma. La persona que
conducía aumentó el volumen de la canción que sonaba en la radio, llevaba
puesto un CD de villancicos y ese le gustaba especialmente: Santa Claus is coming to town, empezó a
tararear. Ramiro miró hacía atrás desesperado al ver que el coche volvía a
perseguirlo. Casi sin aliento aumentó la velocidad de nuevo. Sus pies se
enredaron. En su cabeza las imágenes daban vueltas vertiginosamente. El corazón
bombeaba sangre a un ritmo frenético. Ramiro cayó al suelo perdiendo el control
de los esfínteres. Veía sin poder evitarlo como el coche se acercaba sin piedad
y le pasaba por encima. Un dolor traspasó su columna vertebral. Quiso
arrastrase para quitarse de en medio. Intentó llamar a su madre, pero de su
boca no salía sonido alguno, solo una bocanada de sangre que lo ahogaba por
momentos. En un instante de lucidez su cabeza le decía que debía apartarse de allí,
pero el cuerpo no le respondía. Al momento, el coche, que había dado marcha
atrás, volvía a acelerar pasando de nuevo sobre el maltrecho cuerpo de Ramiro. Esta
vez no hubo dolor, solo un estallido dentro de su pecho. Ya todo fue oscuridad.
La música seguía sonando. La persona que conducía bajó a mirar los
desperfectos del coche. Al pasarle a Ramiro por encima uno de sus zapatos había
salido disparado en una rocambolesca carambola y le había estropeado
ligeramente el parachoques. Sacó un pañuelo de su bolsillo y limpió la zona,
como si de aquella manera pudiera borrar todo rastro de lo que había ocurrido, como
si fuese una simple mancha. Arrugó la nariz con disgusto. El coche era nuevo. Miró
con rabia, no, no era rabia, era asco lo que sentía por Ramiro que estaba
tendido en el suelo. Se acercó y con la punta del zapato le dio la vuelta. Aquel
suceso estaba retrasando sus intenciones. Menuda molestia, se dijo.
Sacó unos guantes del maletero, los mismos que servían para no ensuciarse
las manos al cambiar las llantas. Arrastró a Ramiro y lo levantó como pudo,
aunque era un hombre delgado pesaba más de lo que podía parecer a simple vista.
El esfuerzo de levantarlo le hizo jadear y sudar copiosamente pese a la baja
temperatura. Cuando por fin lo introdujo en el maletero respiró con alivio. Se
sacó los guantes y los arrojó con coraje sobre el cuerpo inerte de su victima.
A lo lejos divisó las luces de un coche que se aproximaba por la carretera. Otro
contratiempo, se dijo, resoplando. Bajó de golpe la puerta del maletero y se
acomodó la ropa limpiando los restos de una suciedad imaginaria que se le
hubiera podido adherir. El coche, al pasar por su lado aminoró la marcha hasta
parar y preguntarle si necesitaba ayuda.
—No, gracias, se me había pinchado una rueda. Pero ya la cambié. Todo
está bien —paseó la vista por la rueda. En ese momento vio un zapato de Ramiro.
Con el pie lo empujó detrás de la llanta esperando que el inoportuno conductor
no se hubiese dado cuenta.
—Perfecto, buenas noches y ¡Feliz navidad!
—¡Feliz Navidad!
Hizo ademán de subir al coche, pero en cuanto el otro auto se perdió en
la distancia se agachó, recogió el zapato y lo tiró con rabia dentro del capó.
Llegó a la casa y metió el coche en el garaje. Repasó con mejor luz la
zona del impacto por si había algún otro desperfecto. Cogió un paño y lo limpió
de nuevo sacándole brillo. La abolladura era minúscula, apenas una rozadura. En
la penumbra le había parecido más grave, y, aunque apenas se veía era una fatalidad
para él que era un perfeccionista. Si alguien se fijaba podía tener problemas. En
cuanto pudiera lo llevaría al taller, pero no en el pueblo, algún curioso podía
hacer preguntas.
Se quedó pensando qué hacer con el cuerpo. La adrenalina corría por sus
venas. La satisfacción de que las cosas salieran bien era lo mejor de todo
aquello. Entró en la casa, le gustaba aquella casa, siempre le había gustado.
Conectó la televisión, necesitaba relajarse. En casi todas las cadenas la
programación era especial de nochebuena, música y humor se mezclaban. Rió a
carcajadas con un sketch. Se sentía
bien y se contagió del buen humor del programa. Al final estaba siendo una
noche redonda. Al rato salió al jardín tropezando con unos materiales que los albañiles
habían dejado esparcidos por el césped. Perjuró al golpearse el tobillo con una
pala. Aquello le dio una idea. Necesitaba deshacerse del cuerpo. Estaban
construyendo una piscina en el espacioso jardín y el agujero ya estaba abierto
detrás de la casa. No se lo pensó dos veces. Se puso manos a la obra, cogió la
pala y empezó a cavar con bastante esfuerzo, le costó ya que la tierra estaba
muy dura. Agrandó un poco más el agujero.
Fue al garaje a buscar el cadáver de Ramiro, lo arrastró por la parte del
jardín que no tenía césped evitando de ese modo huellas innecesarias. Lo hizo
rodar hasta la parte más profunda y empezó a echar paladas de tierra sobre él renegando
del peso de Ramiro. Le estaba suponiendo un esfuerzo demasiado grande, se
quejaba entre dientes. Cuando terminó era bastante tarde ya que repasó milímetro
a milímetro el terreno. Hasta que no quedó todo como estaba en un principio, no
descansó. Al terminar echó un vistazo supervisando por última vez la zona. Viendo
que todo estaba correcto entró en la casa de nuevo; se duchó, puso en una bolsa las ropas que había usado y se
vistió de fiesta, ya que había quedado para celebrar la nochebuena. Antes de
salir se preparó una copa, se la tomó con calma y se fue a su cita con una
enorme sonrisa de satisfacción.
Como todas las nochebuenas desde hacía más de cuarenta años, desde su
primer año de casada, se juntaban todos a cenar. Antes con sus hermanos y
padres, ahora con sus hijos, al igual que hacen la mayoría de las familias
españolas. La nochebuena es para celebrar. Es una fiesta para estar con los
seres queridos y pasar una noche de risas y cantos. La familia de Marina Delgado
estaba bastante dispersa, pero ese día era sagrado. Ese día se reunían todos sus
hijos, con sus respectivas parejas, alrededor de la mesa. Se explicaban las
vivencias del tiempo que llevaban sin verse, unos más que otros, y aunque
tuvieran sus discrepancias, siempre fueron una piña al lado de su madre, ahora
por desgracia aquejada de Alzheimer. Este año con más motivo era una noche
familiar. Ahora el peso de la casa, desde que su enfermedad se apoderó de su
mente, había recaído en Yolanda, la menor de sus cuatro hijos.
La cena estaba preparada. Los aperitivos repartidos por la gran mesa de
comedor, engalanada con el mejor mantel de lino. La vajilla de los días de
fiesta y la cristalería que solo salía de la vitrina en días como aquel.
Solo faltaba Ramiro. Marina no se daba cuenta, un par de años atrás ya
estaría poniendo el grito en el cielo y removiendo mar y tierra preguntando por
Ramiro. No podían comunicarse con él, hacía tiempo que le tuvo que requisar el
móvil porque no sabía usarlo. No le servía más que para que los niños del
pueblo llamasen a diestro y siniestro. Ramiro era así, no tenía nada suyo, si
tenía algo en las manos y “otro” niño se lo pedía, él se lo daba. Era generoso
en exceso, como cualquier niño de su edad mental.
Era raro que tardase tanto, era el
mayor de los hijos de Marina, pero era como un niño, por lo tanto, cuando se le
decía que debía llegar a una hora siempre solía volver a tiempo. Más de una vez
si algún vecino lo veía por la calle y era un poco tarde lo acercaba con el coche,
pero aquella noche no pasó. Nadie encontró a Ramiro a mitad de camino. Nadie lo
acercó a casa. Habían pasado más de dos horas de la hora convenida para volver,
y era más raro aún siendo la fecha que era, ya que Yolanda, su hermana, le
había dicho que vendrían sus otros hermanos y le traerían regalos, palabra
mágica que le hacía estar todo el día feliz.
Yolanda estaba nerviosa. No hacía más que mirar el reloj. Sus hermanos
acababan de llegar. Juan, que era dos años menor que Ramiro preguntó por él, no
entendía que su hermana lo dejase salir solo y menos en una noche como aquella,
así se lo recriminó. Javier era un poco más pasota y dijo que ya llegaría, que
siempre estaban encima de él, que le dieran un poco de margen, dicho lo cual,
se acercó a la mesa y se sirvió una copa mientras esperaba que Yolanda y Juan
dejasen de discutir. Las dos cuñadas se mantuvieron al margen, como cada vez
que se hablaba de Ramiro. No fuese a ser que les tocase llevarlo a sus casas
por temporadas, tema que alguna vez quiso tocar Yolanda, sobre todo desde que
se había agudizado la enfermedad de su madre, pero al que siempre daban largas
con la mayor educación y al final quedaba todo en agua de borrajas.
—Juan, tú no tienes ni idea de lo que es lidiar con mamá en el estado que
está, y con Ramiro a la vez. Sabes que si no sale a la calle se pone muy nervioso
y a veces se encierra en sí mismo y cuesta mucho que vuelva a estar bien,
además aquí no hay peligro, esto es muy pequeño y todo el mundo lo conoce.
También sabes que si tarda, siempre hay algún vecino que lo trae de vuelta a
casa. Supongo que se habrá despistado jugando con algún chaval en el campo de
fútbol, sabes que cuando se pone a jugar se le olvida todo, voy a ver si lo veo
—contestó Yoli intentando disimular la angustia que sentía.
—Te acompaño —informó Juan.
—Está bien, vamos antes de que sea más tarde.
—¿Queréis que os acompañe? —comentó Javier casi por obligación.
—No, vosotros os quedáis por si aparece, y si lo hiciera, avisáis.
—Está bien, lo que vosotros digáis.
Salieron los dos hermanos con el coche. Bajaron al centro del pueblo muy
despacio por si subía por la carretera poder verlo. Llegaron a los sitios donde
solía estar. El primer lugar al que acudieron era un club de fútbol al que era
asociado y donde ayudaba a los camareros a recoger las mesas cuando había
partido. Él era el último en salir y el primero en entrar. Era el niño mimado
del club, casi una mascota, si Ramiro no estaba cuando empezaba un partido los
jugadores lo extrañaban.
El club estaba cerrado, no era día de partidos ni de partidas. Todo el
mundo estaba en sus casas con sus familiares celebrando de una u otra manera la
nochebuena.
Dieron vueltas por todo el pueblo. Apenas había gente por la calle, pero
a las pocas personas que encontraron le preguntaron por Ramiro. Nadie lo había
visto desde hacía unas horas.
Yolanda miró a su hermano con creciente preocupación. Aquello ya no
entraba dentro de la normalidad en lo más mínimo. Aquello no parecía un
despiste. Definitivamente a Ramiro le había pasado algo. Juan había llegado a
la misma conclusión a la vez que su hermana.
Llamaron a casa por si había alguna novedad y no les hubiesen avisado,
era la última esperanza, aunque muy remota, que les quedaba, pero no hubo
suerte. Ante lo inevitable decidieron ir a la policía a poner una denuncia por
desaparición.
—¿En qué puedo ayudarles? —preguntó un joven con cara de pocos amigos, a
nadie le gusta trabajar en una noche como esa.
—Venimos a denunciar la desaparición de mi hermano —fue Yoli la que
habló.
—¿Cuánto tiempo hace de la desaparición?
—No lo sabemos con certeza, unas horas.
—Le informo que hasta pasadas cuarenta y ocho horas no se considera
desaparición. Dígame el nombre de la persona desaparecida.
—Ramiro Duperly Delgado.
—¿Edad? —seguía preguntando el policía con una profesionalidad exenta de
emoción.
—Cuarenta y cinco años, pe…
—Señorita, con esa edad y en una noche como esta…
El policía se la quedó mirando con una media sonrisa en la cara. Juan se
lo miró a su vez preparado para saltar, había dejado a su hermana menor que
hablara ya que estaba estudiando criminalística y se desenvolvía bastante bien
en esos ámbitos. Él no tenía la paciencia de Yolanda para seguir contestando
las preguntas que les iban haciendo a cuentagotas, y en aquel momento le hervía
la sangre. El policía, que parecía recién salido de la academia, seguro le
había tocado guardia por eso, no tenía las tablas suficientes para lidiar con
casos como aquel, se dijo Juan, respirando hondo para mantener la calma.
—Si no me hubiese cortado le habría podido explicar que mi hermano padece
una discapacidad, su edad mental es la de un niño de siete años, por lo tanto
requiere prioridad absoluta, si puede llamar a algún superior se lo
agradecería, porque veo que para usted nuestra angustia carece de importancia
—contestó Yolanda con toda la calma que pudo reunir.
Cuando el joven policía estaba a punto de ser devorado por dos pares de
ojos, los de Yolanda y Juan, apareció un superior, notando la tensión que había
en el ambiente preguntó si había algún problema.
—Desde luego que lo hay, ha desaparecido mi hermano y llevamos dos horas
dando vueltas a las mismas preguntas sin adelantar nada —contestó Juan que no
pudo callar por más tiempo.
—Señorita, tengo que rellenar el expediente —se dirigió a Yolanda el
joven policía esperando que su superior no le metiese bronca.
—Está bien, acaben de rellenar el informe y pasen a mi despacho, veremos
que se puede hacer, todo depende del tiempo que lleve desaparecido, creo que
eso ya se lo habrá dicho mi compañero.
—No hace falta que nos lo diga —terció la hermana— sé perfectamente que
han de pasar dos días en cualquier situación, pero es que mi hermano es
discapacitado, se le debe considerar un menor, y como tal, hay que actuar de
inmediato.
El agente de mayor rango se disculpó por su subordinado y les dijo que en
cuanto hubiesen respondido todas las preguntas del informe pasasen
inmediatamente a su despacho.
Al terminar con el agente, llamaron con los nudillos a la puerta del
oficial y pidieron permiso para entrar en el despacho del superior. Alex Moreno,
inspector; ponía el letrero de la puerta al igual que el de encima de la mesa.
Yolanda entró primero pasando su hermano tras ella, el inspector les dijo que
tomaran asiento y que le explicaran a él con detalle qué era lo que había
pasado, si tenía enemigos o alguien le quería algún mal a Ramiro.
Tanto Yolanda como Juan fueron describiendo la personalidad de Ramiro; su
ternura, su disposición a ayudar en todo lo que se le pedía, su minusvalía y cómo
todo el mundo en el pueblo lo quería, e incluso lo mimaban en exceso, dándole
caprichos como a cualquier niño, aunque él ya no lo fuera.
—Es imposible no quererlo —remató Yolanda su declaración.
—Es complicado decir qué puede haberle pasado, pero ahora mismo pongo a
la patrulla a buscarlo, daremos el aviso y si se ha extraviado esperemos que
para medianoche lo tengáis con vosotros —prometió el inspector sabiendo que no
debía hacer aquello, él no podía tener la seguridad de que lo fuesen a
encontrar, era un caso bastante extraño, si siempre hacía el mismo recorrido y
nunca se había perdido ¿por qué había de hacerlo precisamente el día de nochebuena?,
pero viendo la cara de angustia de la joven pensó que le vendría bien un poco
de ánimo. No entendía qué le había pasado, él intentaba ser un buen policía y
lo primero que le habían enseñado en la academia era a no dar falsas
esperanzas, a no decir algo que no pudiera cumplir, “bueno ya estaba hecho”,
pensó.
Juan y Yolanda llegaron a casa casi rozando la medianoche, la cena se había
enfriado, nadie tenía ánimos para sentarse a la mesa y disfrutar del suculento
banquete que habían preparado, no era un velatorio porque esperaban encontrarlo
pronto, pero se parecía mucho, cada dos minutos uno u otro se asomaba a la
ventana a ver si llegaba una patrulla con su hermano, pero por mucho que se
asomasen la patrulla no llegaba, los teléfonos no querían sonar ni con buenas
ni con malas noticias, silencio, la casa se había sumido en el más absoluto
silencio.
Al despuntar el alba del día de navidad más desastroso de sus vidas,
Yolanda no podía soportar más tanta inactividad, se levantó, se sentó ante el
ordenador y estuvo confeccionando unos carteles para distribuir por todo el
pueblo, aunque toda la gente lo conocía, eran días en que familiares y amigos
se juntaban, por lo tanto, había mucha gente desconocida. Yolanda no descartaba
la posibilidad de que alguien lo hubiera visto. Cuando los tuvo listos les advirtió
a sus hermanos que se iba a repartir los carteles.
—¿No sería mejor que llamásemos a la policía antes de tomar ninguna
iniciativa por nuestra cuenta? —Dijo Javier siempre dentro de su habitual
pasotismo.
Para Javier nunca había prisa por nada, no parecía tener sangre en las
venas, todo le daba bastante igual, mientras no le faltasen sus caprichos, el
resto del mundo sobraba, Yolanda estaba alucinada, ni la desaparición de su
hermano mayor había conseguido que se le moviera un pelo.
—La policía está más que avisada, si no han pasado por aquí será por que
no ha habido novedades —se enfadó Yoli—, no te estoy diciendo que me acompañes,
no sea que te ensucies tu inmaculado Armani, ah, no, que es de imitación,
trabajas tanto que no te llega para vestir de marca por mucho que te mueras de
ganas, no necesito a nadie, si quieres puedes irte a tu casa, duermes y si
tienes una comida con la estirada familia de tu mujer no faltes, no sea que no
te perdonen y no te vuelvan a dejar entrar en sus círculos.
—Hostia, Yoli, te has pasado, solo he dicho que esperemos a ver qué dice
la policía —se quejó Javier, aún a sabiendas que su hermana tenía razón.
—Y yo te he dicho que no te preocupes que ya me muevo yo, han pasado
muchas horas, pero quizá para vosotros es lo mejor, así desaparece la tara de
la familia.
Yolanda estaba que se subía por las paredes, había dicho cosas de las que
era consciente que después se arrepentiría, pero la pasividad de su hermano y
su cuñada era superior a sus fuerzas. Con aquella frase había dado en el clavo,
la mujer de su hermano, abogada de profesión, aunque nunca había ganado un
caso, tenía muchos aires de grandeza, venía de una familia de abogados y aunque
ella no se distinguía por su capacidad, trabajaba en el bufete de su padre, así
pasaba desapercibida y si cometía un fallo ellos le cubrían la espalda. Montse
era tan egoísta que no soportaba ver algo que “desentonase” en su entorno y
ella sabía que Ramiro le repugnaba, un hombre al que había que regañarle como a
un niño, o que a veces no sabía qué cubierto había que usar en cada ocasión, le
molestaba. También sabía que ella habría sido incapaz de hacerle nada, no tenía
el valor ni la inteligencia para ello, y tampoco su hermano se lo hubiese
perdonado si le pasaba algo a Ramiro por culpa de ella, y ella estaba loca por
Javier, eso también le constaba.
Metió los folios en una carpeta y salió dando un portazo, si se quedaba
allí seguiría despotricando contra la insensible de su cuñada y el poca sangre
de su hermano. Bajó hasta el centro del pueblo y empezó a colocar carteles en todas
las farolas, tiendas, bares, cualquier sitio era bueno con tal de dejar la foto
de su hermano desaparecido la noche anterior. Estaba poniendo un celo cuando
una mano se posó sobre la suya.
—Yo te ayudo —dijo una voz a su espalda.
—Gracias, puedo sola.
—Perdona, pensé que te iría bien un poco de ayuda.
—¿Ayuda, dices? Menuda ayuda que es la policía de este pueblo, en toda la
noche no habéis sido capaces de encontrar a una persona desamparada y asustada.
—Créeme que estamos haciendo todo lo posible, pero no es fácil, no
tenemos ninguna pista que nos indique un camino a seguir. Ven, tomemos un café
y hablemos, no estoy de servicio esta mañana, así que será en plan amigos si te
parece bien.
—No tengo tiempo para cafés.
—A ver, esa actitud no ayuda, debes dejar que la policía haga su trabajo,
estas cosas son lentas, pero no creas que no hacemos nada, te entiendo, de
verdad que lo hago, pero no comer no te va a devolver a Ramiro.
—Está bien, tomemos ese café.
Entraron en la cafetería-panadería que tenían enfrente, era el día de
navidad y no había nadie por la calle, solo los madrugadores de turno estaban,
como todas las mañanas, desayunando, así que se sentaron en un rincón algo
apartado para conversar con tranquilidad.
—Buenos días, madrugadores —saludó Maruja con una sonrisita pícara—, ¿qué
os pongo?
—Madrugadora a la fuerza —contestó Yoli— ¿No habrás visto a Ramiro por
aquí?
—No, chiquilla, es muy temprano, si casi ni han puesto las calles esta
mañana, ¿no celebrasteis la nochebuena qué estáis levantados tan pronto?
—Pues no mucho, la verdad, por eso te he preguntado, mi hermano no volvió
a casa anoche, estamos desesperados, si no te importa estoy poniendo estos
carteles a ver si alguien lo ha visto —decía mientras se le empañaban los ojos.
—¡Pero chiquilla!, ¿qué me estás contando? —Se cuadró delante de ellos
limpiándose las manos en el delantal— ¡Dónde se ha podido meter esa criatura!
Hay, Dios mío, no gana una para disgustos, ahora mismo llamo a Manolo y le digo
que te ayude a buscar, ¡¡Manolo!! —gritó desde mitad de la cafetería.
—Señora, no hace falta, de verdad, para eso estamos los policías, para
buscarlo —comentó Alex algo molesto.
—Entonces eres policía, vaya, ya decía yo que no te había visto mucho por
el pueblo, seguro que eres de la capital, pues te voy a decir algo, aquí
vuestros métodos no funcionan, aquí lo que funciona es el boca a boca y esa
criatura tiene que aparecer como que me llamo Maruja.
Al momento apareció “su” Manolo, como ella lo llamaba cariñosamente, Maruja
le explicó, con muchos aspavientos, lo que había pasado. Al momento empezó a
correr la voz, los vecinos a los que avisó Manolo se pusieron en marcha, en
nada, había un grupo de vecinos dispuestos a todo para encontrarlo. Alex no
daba crédito, estaban preparando delante de él y sin contar con su inestimable
ayuda una patrulla de búsqueda, aquello era inaudito pasaban olímpicamente de
la autoridad, llevaba poco tiempo destinado en aquel recóndito pueblo, pero
pensaba que la ley y la justicia funcionaba igual en todas partes, por grande o
pequeño que fuese el municipio.
Si Alex había pedido el traslado a un sitio pequeño como aquel era por
aislarse del mundo, de los conflictos a los que se había visto abocado, cada
vez con más frecuencia, todos decían que era un buen oficial, pero él no estaba
seguro. Se involucraba demasiado en los problemas de la gente y ya le había
acarreado algún que otro disgusto, sobre todo el último; se vio envuelto en una
pelea de pareja, el marido le estaba propinando una brutal paliza a su mujer
pero ella no quería denunciar, así que lo denunció él, no podía quedarse con
los brazos cruzados, él era policía para eso, para evitar que personas como aquella
siguieran haciendo daño. Era consciente que las mujeres la mayoría de las veces
no denunciaban por miedo a futuras represalias, pero eran vecinos y le dijo que
si surgía algún problema él estaría allí para ayudarla y si quería separarse y necesitaba
cualquier cosa también, incluso le ofreció un cambio de identidad, le aseguró que
su marido nunca la podría encontrar, pero ella se opuso, su vecina llegó
incluso a decirle que le gustaba que su marido le pegase. Sabía que era miedo,
que lo decía por el terror que le producía cuando llegaba borracho o colocado
con sustancias algo más peligrosas. No pudo hacer nada, se culpaba por no
haberla obligado a salir de aquel infierno. Ahora era demasiado tarde, ella
estaba muerta, era una más de la larga lista de mujeres asesinadas en sus
domicilios por la persona que se supone que tanto las aman y eso para él fue el
detonante de una incipiente depresión, por eso pensó que en un pueblo pequeño
de montaña y bastante aislado esas cosas no pasarían, al menos por un tiempo
necesitaba poner orden en sus pensamientos y en sus sentimientos, si se paraba
a analizarlos no estaba seguro si lo hizo porque era su obligación, o porque se
estaba enamorando de aquella vecina, que nunca más le daría los buenos días con
aquella triste sonrisa.
—¡Alex! —Chasqueó Yoli dos dedos delante de su cara— ¿te ocurre algo?
—Eh… esto, no, no me pasa nada, estaba pensando —mintió azorado.
—¿En qué pensabas? Si puede saberse, claro —preguntó Yoli curiosa.
—Pensaba… pensaba en lo solidarios que son los vecinos.
—Prueba otra vez.
—¿Cómo dices?
—Que pruebes otra vez, mientes muy mal —respondió ella con más curiosidad
que antes.
—Por qué dices que miento, no miento, estaba pensando en lo curioso del
caso —siguió mintiendo descaradamente.
Para nada iba a explicar allí, delante de todos, sus debilidades, porque
eso eran para él, debilidades, era ser débil, se decía, el no ser capaz de
desvincular el trabajo de las emociones. Ya se lo dijo en una ocasión el
instructor de tiro, “Alex, esto es igual que ser médico, no te puedes implicar
y tú te implicas demasiado.” Volvió a su ensimismamiento, Yoli estaba pendiente
de su rostro, por momentos, casi se podía leer los pensamientos que iban
pasando por su mente.
Terminaron el café y Yolanda se levantó con prisas, le pesaba haber
perdido aquel tiempo precioso en el que podía estar pegando carteles y alguien
dar noticias de su hermano. Alex salió de su ensimismamiento al notar que algo
a su alrededor se movía, fue a la barra a pagar las consumiciones pero Maruja
no se lo consintió, les dijo que esos cafés corrían por su cuenta. Al salir a
la calle ya se estaba corriendo la voz, un grupito de vecinos estaban hablando
con Manolo de lo que podían hacer, intentando coordinar a los que llegaban y
ponerlos al corriente del caso. En menos de una hora ya había una expedición de
búsqueda preparada.